San Pablo era un enamorado de Jesucristo. Dice san Juan Crisóstomo que “el corazón de Pablo era el corazón de Cristo”. Las enseñanzas del Apóstol contenidas en la Sagrada Escritura forman parte de la revelación y deben ser atendidas con especial reverencia. Hoy nos recuerda como el amor de Jesús nos obliga. Y eso en una doble dirección. Por una parte hacia Cristo. Dice: “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos”. Por otra parte, el amor que nos une a Cristo conlleva tal intimidad y unión con él que nos hace participar de su misión: “por eso nosotros actuamos como enviados de Cristo”.

Es cierto, como venimos viendo estos días en los textos paulinos, que habla en primer lugar refiriéndose al ministerio especial que él ha recibido. Tiene la dignidad de apóstol. Pero a nadie se le escapa que lo que san Pablo vive de una manera especial, con una vocación singular, podemos extenderlo a todos los bautizados. Porque cada uno de nosotros hemos experimentado su amor y, por el bautismo, hemos participado de la muerte de Cristo. Rescatados por su sangre no sólo en un momento dado fuimos apartados del pecado, sino que cada instante de nuestra vida debe ser sostenido por su amor. Es una enseñanza continuada en la Iglesia que todo el bien que hacemos es posible con la ayuda de la gracia. Y que nosotros hemos de estar, de manera constante, abiertos al amor de Jesús. Hemos de vivir para Él. No debe sernos difícil extraer conclusiones prácticas. Una, inmediata, es desear que nuestras acciones de cada día sean para Él. Muchas personas tienen la santa costumbre de comenzar su jornada con el ofrecimiento de obras. Es un pequeño gesto por el cual le decimos a Dios que queremos que todas nuestras acciones de ese día le sean agradables y que queremos realizarlas en su honor.

Pero el Apóstol abre ante nosotros un horizonte más grande. Se trata de unirnos a su deseo de salvación de todos los hombres. De hacer las cosas para que el amor de Dios llegue a más personas; alcance a todo el mundo. Para que esa idea arraigue profundamente en cada uno de nosotros hay que volver una y otra vez a lo que el Señor ha hecho por nosotros. Él murió por nosotros que éramos pecadores. No es esta una verdad abstracta. Precisamente en la vida de san Pablo vemos como ese hecho transformó plenamente su vida. Se sabía plenamente amado por Jesucristo y esa conciencia transformó totalmente su existencia, y pasó de ser perseguidor de cristianos a consagrar su vida y todas sus energías al apostolado.

Leyendo estos fragmentos tan sentidos de san Pablo sentimos el deseo de profundizar en nuestra relación con Jesús. Este Año de la fe, que aún ha de durar unos meses, nos brinda una especial oportunidad para ello. Profundizar en esa relación nos ha de llevar a ser más conscientes del amor que Dios nos tiene. Y debe, asimismo, impulsarnos a una vida de apostolado. Benedicto XVI al convocar este Año, resaltaba esos dos aspectos, que van tan unidos. Dios nos ama. Que ese amor no nos pase desapercibido. Que nosotros podamos crecer en amor a Dios.