2S 12,7-10.13; Sal 31; Ga 2,16.19-21; Lc 7,36-50

David pecó de una manera espantosa quedándose con la mujer de Urías y enviando a este a la muerte. Pero se arrepintió de su pecado: he pecado contra el Señor. Y el Señor le perdonó su pecado. El salmo insiste cuando, llevando las cosas a mí mismo, pide al Señor que perdone mi culpa y mi pecado, que no he encubierto ante él. Confesaré al Señor mi culpa, seré perdonado y cantaré cantos de liberación.

San Pablo siempre dando al bandurrio de eso que él, y nosotros con él, juzgamos tan decisivo. No se cansa de insistir: no nos justificamos por cumplir la ley. Él había sido fariseo militante, y entonces había creído que el cumplir normas y mandamientos hasta la extenuación era lo que lo justificaba ante Dios. Fue también la angustia del joven fraile agustino Lutero, y de tantos con él. La conciencia segura de que tirándonos de las orejas no crecemos; que la gracia del Señor no nos viene porque una y otra vez seamos fieles cumplidores de lo que decimos nos manda el Señor. Pero no, no es eso, el hombre se justifica por creer en el Señor. Y ya está, lo demás irá viniendo por añadidura. Y dado que las cosas son así, insiste Pablo, hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la ley. Los méritos de nuestra justificación están en Cristo, y de él, por nuestra fe, pasan a nuestro obrar. Siempre es este el camino: por la fe, que nos justifica, hasta nuestro obrar. Nunca el camino inverso: desde nuestro obrar hasta la gracia que nos es debida para justificarnos. El manantial de la gracia justificante es la cruz de Cristo; nunca nuestra buenez que estimamos cargada de méritos. Y, luego, porque las cosas son así, en cuanto que las cosas son así, la torrentera del amor de la Trinidad Santísima nos llena con su gracia. Gracia graciosa, no debida. Pura gracia. A nosotros no nos toca, pues, poner los méritos de nuestras obras para recibirla, sino abrirnos a ella por la fe en Cristo Jesús. Él es el origen de todo lo que somos en esta vida nueva que recibimos por el agua del bautismo. El evangelio de Juan lo muestra de aquella manera tan genial: lancearon su cuerpo ya muerto, y de la herida del costado salió sangre y agua. En esa sangre eucarística y en esa agua bautismal está el origen fecundo de la gracia que nos viene de Dios, a donde nosotros nos allegamos solo por la fe. Y de ahí, como de esa fuente, mana el comportamiento de nuestra vida; de ahí penden nuestras buenas obras. Porque haberlas, háilas. No habíamos muerto por entero a la imagen y semejanza con la que fuimos creados; quedó entenebrecida, por demás enclenque, al borde de la pura y dura desaparición. Y ahora, en la cruz de Cristo, crucificados con él, sepultados con él, muertos con él, se nos ofrece, por la sola gracia, el recobrar por la acción del Espíritu nuestro ser en plenitud. La cruz de Cristo Jesús estira de nosotros en suave suasión. Templos del Espíritu, cuajados de sus dones.

¡Qué maravilla Lucas! Siempre con esa capacidad de asombrarnos en su calidad literaria, que consigue llevarnos hasta dentro la misericordia del Señor. ¡Esta mujer que lo está tocando es una pecadora! Feliz culpa, decíamos la noche de Pascua. Tus pecados están perdonados. Tu fe te ha salvado, vete en paz.