En el Evangelio de hoy Jesús une dos temas. Por una parte da gracias al Padre porque ha revelado sus misterios a la gente sencilla. Por otra nos habla de la posibilidad de conocer al mismo Padre. Parece que para conocerlo hemos de hacernos amigos de Jesús, porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.

No pocos autores, teólogos, pero también cineastas, psicólogos y literatos, se han referido a nuestro tiempo como el de “la ausencia del padre”. En esa frase se engloban muchos aspectos, desde la crisis de la familia hasta la pérdida del sentido de pertenencia. Obviamente todos esos signos apuntan a una gran ausencia: la del Padre Dios.

Siempre, al hablar de la paternidad de Dios, corremos el riesgo de transferirle nuestras experiencias humanas. Pero Dios no es Padre a la medida del hombre si no que, por el contrario, toda paternidad humana, desde la biológica hasta la que se realiza socialmente, es imagen de la divina. Para comprender nuestro lugar y misión en el mundo hemos de saber de dónde venimos. Nuestro origen está en Dios. Precisamente para que lo conozcamos en profundidad el Hijo ha venido al mundo. Él nos da a conocer el misterio del Padre y de su amor.

Llamar a Dios Padre no es nada fácil. Es una palabra que puede pronunciarse rutinariamente y quedar vacía de contenido. La experiencia de los santos indica que en un momento dado tomaron conciencia de esa paternidad divina. Llegaron a ella no a través de la contemplación de la naturaleza, que nos llevaría a la idea de un administrador bondadoso, si no en el trato frecuente con el Hijo. Dios es Padre porque tiene un Hijo que, al igual que Él, es Dios. Por eso el camino hacia el Padre es a través de Jesús. Y eso parece que sólo lo entienden los sencillos. Nos gustaría llegar a Dios a través de la elucubración, o bien imaginárnoslo a nuestro antojo. El camino es más sencillo y, por lo mismo, sólo pueden recorrerlo los humildes. Al Padre se llega por el Hijo, que es quien lo conoce verdaderamente.

Hay un momento en que Tomás le pide a Jesús que les muestre al Padre. Allí el Señor le responde: “Tomás, quien me ha visto a mí ha visto al Padre”. Son inseparables. Ahora bien, Dios se ha revestido de humildad para acercarse a nosotros y para que podamos abrazarlo por la fe. A mí me recuerda mucho el cuento de Mark Twain, “El príncipe y el mendigo”. En aquella historia dos muchachos que se parecen mucho intercambian sus papeles. El príncipe debe vagar por lugares miseria mientras el pobre no sabe como coexistir con las riquezas de palacio. A Dios se le ha desposeído de su lugar en el mundo. Vaga por los lugares más apartados porque le cerramos la entrada a nuestras casas. El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, ha usurpado el lugar de su Creador. Por eso, desde la humildad de sabernos dependientes, le pedimos a María que nos enseñe a conocer al Hijo, Dios encarnado, para a través suyo, llegar a conocer al Padre.