Ex 33,7-11.34,5b-9.28; Sal 102; Mt 13,36-43

El Señor hablaba con Moisés cara a cara. Y Moisés pronunció el nombre del Señor. Cara a cara habló el Señor con vosotros en la montaña, desde el fuego. Yo estaba en aquel momento entre el Señor y vosotros para comunicaros la palabra del Señor, porque tuvisteis miedo del fuego y no subisteis a la montaña (Dt 5,4-5). Palabras deslumbrantes que forman parte de dos pasajes paralelos de la Torá, cuando el Señor se da a conocer a su pueblo, que en el Deuteronomio vienen justo delante del decálogo que el Señor ofrece a su pueblo. Cara a cara, fuego, nube, montaña, tienda del encuentro, palabra del Señor, miedo, decálogo de comportamiento. Una mezcla asombrosa que nos deja en el puro temblor. El comportarse destila de la grandiosa presentación del Señor a su pueblo, hasta verle cara a cara. Porque es así, nos comportaremos de una cierta manera, positiva: amarás, negativa: no matarás. Todo ello lo recibe el pueblo, no porque sea especialmente digno de presentarse al Señor, sino porque ha sido elegido como pueblo de la Alianza. No un dios pequeñuelo que se busca un pueblo que lo adore. Estamos ante el Dios creador de cielo y tierra. El único Dios verdadero que cubre con su palabra el universo entero. Un Señor compasivo y misericordioso que no nos trata según merecen nuestros pecados, su bondad se levanta sobre sus fieles.

Bien, diréis, todo eso son cosas del AT que bien poco tienen que ver con nosotros, y que no parecen encajar muy bien con el evangelio que hoy leemos, el cual nos habla de cizaña y de trigo, es decir, nos lleva al comportamiento, como tantas veces hace Mateo. La contextura del evangelio parece nada tener que ver con las grandiosidades que hemos percibido en el Éxodo y el Deuteronomio. ¿Habremos echado, simplemente, pie a tierra, dándonos cuenta de una vez por todas que lo decisivo es nuestro comportamiento? El campo es el mundo, la buena semilla son los ciudadanos del cielo; la cizaña, los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra, el diablo. Una lucha de dos ejércitos, cada uno de ellos con sus abanderados. Y lo que se nos pide, al parecer, es que elijamos bien la bandera tras la que nosotros vamos a posicionarnos. ¿Asunto nuestro, pues?

No, pues el que siembra es el Hijo del hombre, Jesús. Él, que es el fuego, y la nube, y la tienda, y la palabra, que sube voluntariamente a la montaña, y nos muestra su comportarse ante el Padre y ante nosotros. El campo es el mundo en el que nos movemos y nos encontramos con Jesús, pues él viene a nuestro encuentro en esta vida mundanal de cada día en la que nosotros estamos. Busca de nosotros que, por él y con él, seamos buena semilla que haga crecer su reino, el reinado de Dios entre nosotros. Mas, ¡ay!, tenemos un enemigo que busca hacerse con nosotros; un enemigo que nos persigue desde el principio, que busca engañarnos y que nos comportemos según lo que él quiere de nosotros, según su propia ley, siguiendo su propio decálogo. Mas el Hijo del hombre está con nosotros para siempre, el relato mateano lo sabe muy bien, levantado en la cruz. Es ahí donde se juega todo para nosotros, donde se nos dona nuestra vida, la vida de Dios. Nuestro abanderado es único: Jesús. Nuestra bandera, la cruz. Ahí es donde se nos dona nuestro comportamiento.