Sb 9,13-18; Sal 89; Flm 9b-10.12-17; Lc 14,25-33

¿Lo dice en serio Jesús? Hablamos de Iglesia de los pobres y para los pobres, pero ¿es verdad en ti y en mí, en nosotros? ¿No es con frecuencia sino un eslogan que utilizamos contra…?, la verdad es que no se sabe muy bien contra quién. Probablemente un grito de defensa contra lo que es nuestra propia riqueza de realidades, es decir, de buenos doblones y de una vida bien asendereadita. Un par de días tras la elección del papa Francisco, en la presentación de un libro en torno a la Iglesia, a sala llena de gentes pudientes, lo que se notaba hasta en el acento de su habla, aplaudían con furor cuando desde el estrado se hablaba de Iglesia pobre y dedicada a los pobres, mencionando los primeros gestos del nuevo Francisco, cuando era obvio que casi todos los que allá estábamos éramos ricos y estábamos dedicados a profesiones de buena riqueza. ¿Contra quién, pues, eran esos aplausos?

Cada uno haga lo que pueda o quiera, pero es momento de preguntarme y de preguntarte si esa renuncia a los bienes es de verdad algo que practicamos tú y yo, pues siempre nos ha parecido asombroso a ti y a mí que las críticas que se dicen franciscanas terminan siempre entrando por el colco, es decir, entre la camiseta y el pecho del otro, para criticarle y quemarle vivo si podemos, pero jamás toca en nada a lo que soy y tengo. Suerte la mía y la tuya, la nuestra. Las críticas, que evidentemente pueden ser fundadas, se hacen siempre a los otros, nunca a mí ni a ti ni a los nuestros. Algunos reformadores tienen la cualidad asombrosa de que las críticas que ellos hacen solo tocan a los otros, nunca a él y a los suyos. El maravilloso Francisco entendió su seguimiento de Jesús de otra manera: Señor, soy yo quien tiene que cambiar, soy yo quien debo convertirme, soy yo quien tiene que rectificar mi vida, soy yo el que debe abandonar toda la vestimenta que traigo de casa rica para hacerme pobre junto a ti, soy yo quien debe hacerse pobre contigo. Soy yo quien debe acompañarte en la cruz para compadecerme de tu sufrimiento y, si me haces ese don, compartirlo contigo. Lo demás, ¿qué es?, un blablá que me justifica para seguir siendo tan rico como lo era, y si puedo aún más, mejor. Qué razón tenía Jesús cuando nos hablaba de lo fácil que es ver la mota de polvo en el ojo del otro y no la viga en el mío. En las cosas que tocan a la Iglesia esta autojustificación es el pan que comemos cada día. Condenas genéricas, si es posible contra los obispos, cardenales y papas, mejor, que bien se lo han de merecer, lo cual me salva de renunciar a mis bienes para ser discípulo de Jesús.

Bien, ya está, ¿y ahora qué?, ¿cómo renunciaré a mis bienes?, porque todo puede ser la viga de mi autojustificación que ve la mota de su autojustificación en el ojo de mi hermano. Si le seguimos, pospongamos a padre y madre, a mujer e hijos, a hermanos y hermanas, e incluso a mí mismo. De otra manera no puedo ser discípulo suyo. ¿Dios mío, me pregunto junto a ti, qué haré?, ¿qué haremos? ¿No es algo de una rotundidad excesiva?

Pablo nos pone un apunte en esta maravillosa carta a Filemón: recíbelo, no como esclavo, sino como hermano.