1Tm 3,1-13; Sal 100; Lc 7,11-17

Viuda con un único hijo que sacan a enterrar. Sin marido. Excepto que fuera mujer pudiente, lo que no aparece, imagen perfecta de la pobreza más absoluta. No le queda sino vivir de la caridad pública o morir ella también. Nada de extraño, pues, que Jesús al verla sintiera lástima. La mirada de Jesús la ve. Siempre su mirada. Y, viéndola, le dice: No llores. Y no deja más tiempo, se acerca al ataúd y lo toca. El milagro, que nadie ha pedido, nace del corazón compasivo de Cristo, para quien aquella madre, tan acompañada, estaba sola (Manuel Iglesias), quien sugiere entre interrogaciones si Jesús pensó en su propia madre, viuda que pronto vería morir trágicamente a su hijo único. No vuelvas a llorar, porque te lo voy a devolver. ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate! Y Jesús se lo entregó a su madre.

Una vez más contemplamos la mirada de Jesús que ve toda necesidad. La muerte de un hijo siempre es brutal. Pero si a eso se añade la viudedad de quien está quedando sola, para quien toda salvación estará en la mano extendida para recibir limosna. Nuestra mirada demasiadas veces es poco profunda y no es capaz de comprender lo que ve. Jesús sí, mira, comprende y le da lástima lo que ve. Por eso actúa con una tierna misericordia. Y lo hace de modo que la alegría vuelve a ocupar la cara de la mujer. Su hijo vive. Jesús ha vuelto a la vida a su hijo único. Muerte que nos enseña la mirada de Dios, que cuando ve al Hijo muerto y dejado en la tumba, lo toca para que vuelva a la vida. También ahora lo entrega a su madre.

¿Qué tiene la mirada de Jesús que descubre nuestras necesidades y se comporta cargado de misericordia con nosotros? Con frecuencia busca y espera que nos acerquemos a él con fe: Tu fe te ha salvado, vete en paz, esa nonada que espera de nosotros, aunque él nos la entregue en su mirada como gracia de lo alto. Pero en ocasiones, como ahora con la viuda de Naïn, ella vive su dolor en la más absoluta soledad, y, sin embargo, ese dolor tan profundo, tan sin solución alguna, él lo ve como ocasión de vuelta a la vida. La vida del hijo de la viuda, y nuestra vida, la tuya y la mía. Una mirada que se adelanta a nuestra petición, quizá porque nosotros, como la viuda, estamos tan inmersos en nuestro propio dolor que no vemos a quien se acerca a nosotros, con una mirada de piedad y ternura infinitas. Una mirada que nos ve y nos acoge. ¿Quién eres, Señor, dinos quién eres? Porque tu mirada nos descubre la mirada de Dios, tu Padre, que, viéndonos a través de ti, se hace mirada de amor.

¿Podrás conseguir que nuestra mirada sea de una calidad parecida a la tuya, mirada abarcante de cariño, mirada que toca la carne y le da nueva vida? Sí, ya sé que eso es sobrepasarse, porque esa mirada solo puede ser la tuya, pero tú la puedes hacer nuestra también. Por eso, voy a cantar la bondad y la justicia, para ti es mi música, Señor. Cuando vengas a mí, en tu Hijo, nos darás una mirada semejante a la suya. Mirada de amor, de ternura de compasión, que toca y da la vida. Así es la mirada de los santos: tocan la carne enferma y la sanan.