Ef 4,1-7-11-13; Sal 18; Mt 9,9-13

Sorprende la escena del que estaba sentado ante el telonio, el mostrador de los impuestos. La mirada de Jesús, siempre su mirada, vio a un hombre llamado Mateo. No es lo importante ahora a quien vio esa mirada, sino la propia mirada de Jesús. Porque Mateo, de primeras, no vio a quien le miraba, pero Jesús sí vio quien no le miraba. La mirada de Jesús es primero. Es él quien te ve, quien me ve. Y te ve en tu propio rostro, en lo que eres, en tu estar, en tu profesión, en lo que son tus preocupaciones. No le importa cuáles sean estas, pues no siempre elige Jesús a aquellos que nos parecerían los más adecuados, incluso se confundo con rotundidad cuando elige también a Judas Iscariote, quien le vendió por treinta monedas. La mirada de Jesús es sorprendente. Una mirada en libertad. Una mirada que parece congratularse con aquellas personas que ni tú ni yo, seguramente, escogeríamos. Llama con la suprema libertad de su mirada. ¿Por qué yo?, ¿qué he hecho para que te fijes en mí? Pero cuando me hago esas preguntas, de pronto descubro que me está mirando. Mirada de reconocimiento que alcanza la profundidad de lo que soy. Esa mirada me sorprende de tal manera que todo comienza a cambiar en mí. Comienzo a ser otro con esa mirada. Me descubro a mí mismo en ella. Pero no todo termina ahí, pues tras la mirada viene la palabra: Sígueme. Él se levantó y lo siguió. Me he descubierto a mí mismo en la mirada y en la palabra, me levanto y le sigo para siempre. Pero Señor, ¿qué he hecho?, ¿cómo me he dejado llevar de manera tan espectacular, de modo que desde ese momento todo en mí cambia, soy otro, troco por entero de vida? Me has seducido, Señor. Pero ¿seré capaz?, ¿no volveré una y otra vez al telonio ante el que estaba sentado haciendo mis deberes? De pronto veo que te miro y escucho esa única palabra: Sígueme. Y te sigo. Me has seducido para siempre. Incluso aunque tantas veces ramonee o, quizá, abandone tus caminos, espero que, con tu ayuda y la fuerza de tu Espíritu, solo por un tiempo, pues esa palabra la tendré siempre delante de mí, en mi corazón. Porque esa palabra lleva en sí tu mirada y mi mirada de respuesta a la tuya.

Él se levantó y lo siguió. Una vida entera. Una vida fruto de una mirada. Un vida entera que se convierte a la mirada que te mira y confía en que nunca me habrás de abandonar definitivamente. ¿Cómo sostendré, Señor, tu mirada? ¿Me ocultaré alguna vez de ella, para que no veas mis hechuras? Pero tú lo ves todo, tendré que responder a la tercera vez como Pedro: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Diremos con Mateo, el inicuo cobrador de impuestos: me levantaré y te seguiré, pero si tú me dejas de tu mano, ¿qué será de mí? Si tu tierna mirada de misericordia deja de mirarme, ¿dónde iré?, ¿no recordaré con terrible nostalgia las lentejas que comíamos en Egipto? La fe, ya lo sabemos, no es tanto un creo como un creemos, pero ahora, la vocación, la mirada, es cosa personal. El Señor Jesús me mira a mí, se dirige a mí, me dice a mí: Sígueme. Busca mi vida, para que se la entregue, no para que la esconda en la comunidad, sino para que dé un paso al frente, como Mateo, y te siga.