Siempre me ha gustado la oración del Rosario. En lo que tengo de memoria empecé a rezarlo durante las vacaciones, en casa de mi abuelo, que lo dirigía mientras preparaban la cena o aún después. También es posible que antes lo hubiera rezado en casa con mis padres, pero no lo recuerdo. Cuando entré en el seminario mi abuelo delegó en mí el rezo de las letanías. Sigo agradeciendo esa introducción sencilla, hasta entretenida, en una oración tan hermosa y consoladora. Sé de muchos que cada día rezan el rosario en familia. Es como sentarse alrededor de María para que, mientras nosotros recitamos las avemarías, sea ella la que nos va contando la verdad sobre su Hijo. El Rosario tiene ese aire familiar en el que la oración nos lleva al corazón de la Madre y ella nos pone en contacto con Jesús. Es una oración contemplativa en la que somos introducidos con suavidad gracias a su dulce compañía.

Después, sobre todo en estos últimos años, rezo el rosario por lo general solo. Pero sigo experimentando ese aire familiar, que me lo hace sumamente fácil. Es como un encontrarse, alrededor de un fuego, que es el corazón de María, para fortalecer lazos, comentar temas de cada día, ahondar en algún episodio de la vida de Jesús, o simplemente descansar con el suave murmullo del evangelio de fondo.

Digo que es una oración contemplativa, porque nos lleva a detenernos en los misterios de la vida de Cristo. Quizás sea meditativa, si somos nosotros los que le damos vueltas a qué sucedió cuando el Niño se perdió en el Templo, o qué fue la Transfiguración. Pero en general, aunque nos acompañe la cantinela de la bella oración, de alguna manera guardamos silencio: ante el misterio de la encarnación, de la crucifixión, de la institución de la Eucaristía o de la Ascensión, por citar algún ejemplo. Sí, callamos para que se nos hable. En alguna ocasión, cuando había de preparar una conferencia y notaba a mi entendimiento torpe, me he limitado a rezar el Rosario. Sin ninguna pretensión, como quien entra en una conversación de familia. Y no puedo decir que haya visto, porque ver, ni borrones, pero después he tenido alguna idea o, por lo menos, más tranquilidad.

Hoy al leer de nuevo el evangelio de la anunciación pienso en María. En su recogimiento y en sus preguntas, en su docilidad y en su disposición interior. Pienso en la armonía que se descubre en ella, donde a la turbación primera sigue la decisión firme de la mujer que pone en juego toda su libertas. Y todo con una sencillez absoluta, con esa humildad que permite que la mano de Dios escriba en ella con caracteres que no se borran; que deja a la misma Palabra entrar en ella y hacer morada. El Rosario nos pone en contacto con ese corazón tan simple y tan puro y nos educa para acoger la palabra de Dios, y que su escritura después se manifieste también en nuestra vida, como dejó María, con su “hágase”.

Sí, el Rosario es una oración que mueve a la actividad. Pero no a un hacer ciego, sino al “hágase” de Dios. Por eso es escuela también de santidad. Nos educa en el oído y nos forma para que las palabras no caigan en el vacío. Solos no sabríamos hacerlo. Pero está ella, la Virgen, que nos acompaña. Bendita oración, a través de la cual nos han llegado tantos bienes.