Rm 4,20-25; Sal Lc 1,69-75; Lc 12,13.21

La de veces que aparece esa afirmación. ¿Podremos olvidarla o no tomarla en serio, diciendo, quizá, que era la repuesta a una pregunta singular derivada de un problema particular? No, en absoluto. Algo central hay en esa afirmación. La salvación no se me da por un acto de mi voluntad libérrima. Mas, claro, te preguntas, pero bueno, ¿salvación de qué?, no me irás a decir que salvación de aquella antigualla que llamabais pecado para haceros con todo el espectáculo. ¡Bah!, ahora ya no hablamos de pecado, a lo más, de faltas o de incumplimiento de las leyes. ¿De qué me estás hablando?, de que debo salvarme, primero, de la imputación judicial, y, luego, de la condena posterior a cárcel.

Solo tenemos conciencia de pecado cuando estamos en relación con Dios. De otra manera, ¿qué? Pero, ¿cuándo y cómo se nos dona esa conciencia? Hubo todo un tiempo de preparación, la Alianza de un pueblo, el israelita, con su Dios, que es el Dios de cielos y tierras. Sin los mandamientos de esa Alianza, no cabe la conciencia plena de pecado. Podría llegar a ser, a lo más, miedo al incumplimiento de ciertos ritos considerados necesarios para nuestra vida, o cosas por el estilo, pero jamás conciencia plena de pecado, de habernos construido ídolos para ponernos nosotros en el lugar de Dios. Mil procedimientos para lograrlo: ese es el pecado. Y, entonces, la cuestión está en cómo salvarnos de él, porque es un engaño contra la libertad de Dios, que me hizo a su imagen y semejanza, y contra mi propia libertad, que la perdió buscando parecerse a imágenes idolátricas y asemejarse a animales sin conciencia ni razón.

Es ahora cuando, hoy con este pasaje de la carta a los romanos de Pablo, podemos contemplar la promesa de Dios a nuestro padre Abrahán, quien no fue incrédulo, sino que se hizo fuerte en la fe por la gloria dada a Dios al persuadirse de que él es capaz de hacer lo que promete. Y ¿qué prometió? La salvación del pecado, la restauración de nuestra imagen y semejanza, una vida en su gracia. Creyó que Dios es capaz de ello, y le fue computado como justicia.  Por la fe de Abrahán, la justicia de Dios se transformo en misericordia, y se abrieron las puertas de la torrentera de amor que mueve las entrañas más íntimas de Dios. ¿Salvación porque descendencia de una carne, la de Abrahán? No, salvación porque vivimos en aquella misma fe que fue la suya. A nosotros, descendientes últimos de Abrahán, se nos computará si creemos en el que fue elevado de entre los muertos, nuestro Señor Jesucristo, quien fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Siempre el por y para; por nuestros pecados y para nuestra salvación. No es la descendencia de una carne familiar, sino el abrirse de nuestra propia carne a lo que creemos: tal es lo que nos es computado como justicia. Una justicia, ¿lo podríamos olvidar alguna vez?, que se nos dona en la cruz de Jesús, en su pecho herido del que se derrama agua y sangre. Esto es lo que nos hace ricos ante Dios. La codicia nos haría ricos en nuestras simas de pequeñez que solo llevan a encerrarnos cabe nosotros mismos. La fe de nuestro creemos, al contrario, nos abre a la gracia que nos salva de toda clase de codicias; de cualquier tipo de podredumbre. Estamos hechos justos por la gracia y, por eso, en-esperanza, nuestra vida es nueva.