Rm 5,12-15b.17-19.20b-21; Sal 39; Lc 12,35-38

Gracias a un solo hombre. Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos. Porque la torrentera del amor de Dios hacia nosotros, en el Hijo, es un desbordamiento sobre todos, un derroche de gracia y el don de la salvación. La justicia de uno, Jesús, nos traerá la salvación a todos. No a unos pocos, sino a muchos, a todos. ¿Antes había crecido el pecado?, pues bien, ahora desbordará la gracia, de manera que reine causando la salvación y la vida eterna. Todo se nos ha dado en uno: Jesucristo, el Hijo de Dios entregado a la cruz para nuestra salvación. Por eso, en ella se nos dona la justicia, pues en él estamos justificados. Y, ¿qué hemos puesto nosotros?, la nonada de la fe, de nuestro creemos, y hasta este acto tan nuestro, se nos alcanza por la gracia. ¿Cómo?, ¿el acto supremo de nuestra participación en la salvación, tal como es nuestra fe, acción libérrima que nosotros aportamos, se hace realidad en nosotros con la gracia? Es cuestión de miradas. Jesús nos mira y esa mirada suya nos atrae, nos enamora, de modo que lo miramos a él y nos dejamos arrastrar para participar en esa mirada. La mirada de su carne, carne crucificada, nos llega a lo profundo de nuestras más íntimas interioridades carnales, y convierte nuestra carne a él; vierte hacia él lo que somos en la verdad de lo más íntimo de eso que somos. Esa mirada nos saca de todos nuestros estares de pecado, de abandono, de desprecio a los que pensamos son menos, para darnos un ser de imagen y semejanza. Es acción de Dios en nosotros, siempre, lo estamos viendo todos los días, en la acción de la Iglesia. Acción sacramental; acción de la Palabra. Y como fruto de esa mirada decimos con el salmo: aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Porque tú quieres de nosotros nuestro aquí estoy, el cual nos lleva a una voluntad libre que se adecua a la gloria de tu voluntad. Esa adecuación se nos dona en nuestra mirada a Cristo crucificado.

Todo ello gracias a un solo hombre. No hay otro. No tenemos otro mediador entre nosotros y Dios. Cualquier otro camino no es camino de completud que llega a estirar de nosotros con suave suasión en plenitud de acercamiento y participación. ¿Camino que nos vaya acercando a él? Sí, no cabe duda, si es que no queremos enviar a los infiernos a todos los muchos que no son como tú y yo, con lo que no gastaremos nuestra energía en la misión: Id al mundo entero y predicad la Buena Noticia. Nunca podremos olvidar que los caminos de nuestra conciencia, no maleados por nuestra mala voluntad, conducen a ese camino de la Buena Nueva. Y la voluntad del Señor es que gastemos nuestras energías y regalemos nuestro tiempo, derrochándolo en esa misión que es la nuestra, porque hay otros, los muchos, todos, que deberán ser atendidos por nosotros, por nuestro ser misional. Pues si no predicamos la Buena Noticia, la razón es clara: no estamos acompasados a ella, no participamos en ella, no creemos en ella. Y si no creemos, no seremos justificados, y aún seguiremos en el pecado, muy lejos de la vida eterna que se nos dona. Será porque hemos rechazado de nuestra carne al Espíritu Santo.

¿Qué haremos, pues? Tener ceñida la cintura y nuestras lámparas encendidas, para que cuando él se allegue a nosotros nos haga sentar a su mesa y nos sirva.