Rm 7,18-25 a; Sal 118: Lc 12,54-59

¿No es esto de Pablo cosa suya, de su propia idiosincrasia, y de Agustín y Lutero? Si el querer lo bueno lo tengo a mano, ¿por qué no habría de hacerlo?, ¿qué me pasaría?, ¿qué entorpece dentro de mí ese acto de libre voluntad que quiero, pero, al parecer, no puedo realizar? Siendo así, menuda libertad la mía: libertad para el mal, no libertad para el bien. ¿Es así? La maravillosa epístola prosigue. Hago, muy precisamente, lo que no querría, señal de que no soy yo quien actúa en mí, sino el pecado que llevo dentro. Dios mío, ¿qué oigo sobre mí mismo? Llevo dentro el pecado y este me domina. Sí, bien, algo me suena, me dices, es posible que en algo tenga razón san Pablo, pues es parte de mi propia experiencia, pero, entonces, ¿qué es el pecado? ¿Será como un grotesco juego de manos en el que quiero hacer lo bueno, pero me encuentro inevitablemente con lo malo en las manos? ¿Qué es ese bueno, y, sobre todo, ese malo? Bueno, aquello que buscaría querer; malo, lo que me encontraría haciendo. Como si se tratara de un gesto que quiero de ternura, pero me sale bofetada fétida y llena de arañazos. ¿Qué me pasa, pues?, es verdad, comienzo a entender lo que me grita Pablo al oído. Ten cuidado con tus caricias, que te resultan el abrazo del oso. Porque, además, soy muy percutante y cuidadoso en ver el mal que los otros hacen; que hacéis. Y eso me parece rotundamente mal; me dan ganas de decirlo con palabras gruesas: pecado, puro pecado es lo vuestro. Pecado contra el cielo y contra mí. Pero, ¿y yo?, no, yo soy como los angelitos del cielo. ¿De verdad? Ya nos lo dice Jesús: Cuidado con ver la mota en el ojo de tu hermano y no la viga en el tuyo.

Cuando miro con cuidado, no a los otros, para ver en ellos razones mil para condenarles, sino que miro en mí mismo, sobre todo, si veo mi mirada desde la de Jesús en la cruz que mira mi mirada, entonces las cosas cambian de manera radical en mí. De pronto, descubro en mis profundas interioridades negruras que me asombran, bien lejos de esa conciencia que me parecía tan aterciopelada, y descubro en esa mirada tanta mala conciencia, tan falsa, tan injusta, tan rebosante de miradas deshonestas que buscan hacerse con la criatura de Dios, con su dinero, con sus intereses legítimos, con sus derechos, con su carne, a la que quiero esclavizar. Dirás, bueno, pero eso me parecen imaginaciones interiores tuyas. Quizá, pero imaginaciones que quiero ver cumplidas, y lo malo es que, a lo mejor, ni puedo realizarlas. Descubro que he cometido adulterio dentro de mí; que he buscado hacerme poseedor de esa carne y de sus realidades. Descubro que mis más íntimas internalidades están manchadas con el pecado, el cual hace que surjan mis acciones enfangadas por él. En mi interior me parecería complacerme en la ley de Dios, pero percibo en mí carne un principio diferente que guerrea contra lo que aprueba mi razón y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi carne. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío presa de la muerte?

Sabemos interpretar muy bien tantas señales y signos, pero ¿no somos capaces de hacer lo que deberíamos?, ¿quién me enseñará a gustar y comprender?: Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.