Rm 8,1-11, Sal 23; Lc 13,1-9

¿Soy higuera que no da fruto? Déjala todavía, dice el Señor, yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás. Si estamos unidos con Cristo, si nos mira y cuida de nosotros, la ley del Espíritu me librará de la ley del pecado y de la muerte. Pero, entonces, ¿se trata nuevamente de ley con reglas y cumplimiento, aunque sean del Espíritu? No, no y no. Son dones del Espíritu. Son las acciones que el Espíritu realiza en nosotros, pues nuestras interioridades más íntimas han sido justificadas por la gracia. Tenemos el Espíritu de Cristo y, por eso, somos de Cristo. Nos dejamos conducir por el Espíritu, no por la carne medio derretida con la que nos encontramos en nuestro interior. Porque Dios envió a su Hijo en condición pecadora como la nuestra, pero en él no había pecado, no había rebelión contra Dios o contra sus criaturas, sino que en la cruz fue víctima del pecado. Por eso, el Hijo, en su ser mortal, condenó el pecado, y a quienes creemos en él, quienes recibimos su mirada y respondemos con la nuestra que mira a la suya y la suya que mira a la mía, nos ha de justificar de nuestro ser de pecado, cuyo resultado es la muerte.

Esa mirada mutua es lo que nos da la gracia de la fe —curioso, incluso eso a lo único que decimos nuestro en esta relación compleja, lo tenemos por gracia— y que nos justifica del pecado. A partir de ahí, siempre en esa mirada, mirada mutua pero que tiene su origen y su fuerza en él, todo nos es posible; todo se hace realidad en nosotros. No solo pequeñeces que van constituyendo ralas realidades en nosotros, cosas sueltas que van embelleciendo la poquedad de nuestra vida y acción, sino, fruto de la torrentera de amor que nos anega de parte de Dios, la construcción de una realidad total en la que nos vemos envueltos, circunvalados por la gracia que penetra en lo más íntimo de nuestras internalidades. De ahí que, cuando se dan esa fe y esa justificación, todo lo que sale de ellas es bueno, porque fruto del Espíritu. Un milagro patente. Misterio de la Redención. Cristo Jesús ha vivificado nuestra carne mortal, por el mismo Espíritu que habita en nosotros.

Cuando las cosas son así, podemos cantar con el salmo, porque, ahora ya, subiremos al monte del Señor, el monte de la cruz; podremos estar en el recinto sacro de la Iglesia de Dios y de Jesucristo, ambos abiertos al mundo, al que el Hijo ha venido a salvar. Recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de la salvación. Mas, nunca lo olvidaremos, también cantamos con el salmo que este es el grupo —el de los que decimos no solo creo, sino creemos— que busca al Señor, que viene a su presencia. Así seremos higuera que da fruto, los frutos del Espíritu. No dirá de nosotros Jesús: Córtala, ¿para qué sirve ocupar terreno en balde? Mas, aunque así fuere, si todavía crujimos por la fuerza del pecado que no acaba de salir de nosotros dando grandes alaridos, yo lo cuidaré, yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si termina por dar fruto. Y el buen Pastor saldrá a recogerme como oveja perdida, dejando a las otras en el ámbito de su Iglesia, me cargará sobre sus hombros y me conducirá a ese lugar seguro.