Ef 2,19-22; Sal 18; Lc 6,12-19

Estamos edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y, porque es así, el mismo Cristo es la piedra angular. El ensamblaje del edificio se hace por él y se va levantando hasta formar un templo; templo nuevo, consagrado al Señor. Y, porque las cosas son así, nosotros nos vamos integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu. Somos piedras de esa construcción. No es algo ya hecho por cuyas puertas penetramos en su interior. Somos piedras vivas que siguen construyendo. Todo está en gerundio: se va haciendo, se va levantando, nos vamos integrando. Somos parte viva de este edificio que se va construyendo. Piedras vivas puesta sobre el cimiento de los apóstoles. Porque es un diseño que se nos va dando, para construir el templo santo de Dios que, como nos ilumina con maravillosas metáforas el libro del Apocalipsis, baja del cielo como la Jerusalén celeste. Algo que se va haciendo con nosotros, que a la vez es algo que va bajando de lo alto del cielo. Un trasegar de abajo arriba y de arriba abajo, para construir la morada de Dios. Mas siempre con la coletilla definitiva: por el Espíritu. Un diseño de salvación  que viene de lo alto, al que yo me integro, al que nosotros nos integramos, poniéndonos encima de las piedras que son los apóstoles. Ni tú, ni yo, ni nosotros podemos hacer en ese edificio lo que nos plazca, aunque, es verdad, somos libres, en el Espíritu, de moldear las piedras contribuyendo a lo que se va gestando, la Iglesia de Dios y de Jesucristo. Nunca Iglesia de mi propiedad, en la que puedo hacer lo que quiera y como quiera parecerme bien. La fuerza que lo cura todo viene de Jesús, y un Jesús, esto es importantísimo, hasta el punto que sin ello nada se dona, un Jesús en la cruz. Desde ahí, la Jerusalén que baja del cielo, proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos. Su voz ahí alcanza a la tierra entera con su pregón, llegando hasta los límites del lenguaje.

Apóstoles y discípulos son cimiento de lo que vayamos construyendo. No es lo que me salga según mi libérrima libertad que se mira en el espejo del mecachis. Aunque, sí, cuando en esa libertad se trata de la libertad del Espíritu que habita en mí y hace de mis realidades dones suyos. Ahí se me da la libertad de los hijos de Dios, construida en esos cimientos, y en cuya construcción entera es Jesús la piedra angular, sin la cual todo él caería en desorden sin sentido. Libertad absoluta para que vayamos construyendo el edificio que es de Dios y de Jesucristo, pero, a la vez, infinito respeto a quien lo cierra como quicio que todo lo sostiene según el designio de Dios Padre, en la realización del Hijo, por el obrar del soplo del Espíritu Santo. Siempre acción trinitaria para nosotros y en nosotros, como veíamos ayer domingo. Mi libertad es libertad del Espíritu de Dios; su libertad, libertad de Dios, es mi propia libertad. Libertad que se engancha en las miradas. Porque la mirada de Jesús, que procede de la mirada de la misericordia de Dios Padre y se me da en la fuerza del Espíritu, es creadora de libertad en nosotros, en ti y en mí. La mirada es liberadora y la libertad nos regala una mirada amante. De todo ese complejo edificio, Cristo mismo es la piedra angular.