Eclo 47,2-13; Sal 17; Mc 6,11-29

El camino del Señor es perfecto. Así fue el del rey David, del que se alaban todas sus inmensas cualidades en el libro del Eclesiástico, y casi en cada página del AT, sin olvidar su horrible delito, del que pidió perdón al Señor con suprema compunción. El rey David es la realidad misma de Israel, el espejo donde se mira, provocando el deseo de que el futuro venga medido por sus cualidades, su acción y su cercanía con el Señor. De todas sus obra daba gracias, alabando la gloria del Dios Altísimo; de todo corazón amó a su Creador; él es por excelencia el cantor de salmos en la tierra de Israel, quien trajo los instrumentos musicales al servicio del altar y compuso música para celebrar todas las ocasiones. El gran rey, el gran liturgo, el gran orante; el que pide de todo corazón perdón al Señor por su delito. Él es quien sigue el camino del Señor, quien le responde con su inmensa misericordia.

Por Dios, qué asco de rey Herodes, reyezuelo más bien, porque en nada se parece al de David, ni en su cercanía con el Señor ni en la realidad de su poder y autoridad. Es el rey calzonazos. Así nos lo muestran siempre los evangelios. Y la escena que hoy protagoniza nos deja alelados por su mugre, pues solo indica la calidad de su poder y de su autoridad. Tras el acto indecente de la decapitación de Juan, el rey se puso muy triste. No quería lo que hizo. Quería a quien mandó matar. Le gustaba. Buscaba escucharle. Pero el baile de Salomé le arrastró de tal manera que prometió para ella el oro y el moro. Y se vio cogido en la trampa que él mismo se tendió. Él, que ninguna fuerza efectiva tenía, como no fuera la de un pequeño déspota vendido al poder de los dueños romanos, cuya autoridad era de pacotilla y en nada se correspondía con la del rey David, se emplea en mandar que corten la cabeza a Juan. Personaje que da arcadas. La escena bestial está maravillosamente descrita por Marcos: la mazmorra injusta, la promesa insensata, el baile de los siete velos, la orden inicua de decapitar a Juan, la cabeza entregada en una bandeja. Contemplamos la escena tan violenta de la cruz con lágrimas en los ojos, pero esta de ahora con un desprecio indomable. En una se nos ofrece nuestra salvación, en la otra nos encontramos los más bajos instintos.

Cristo Jesús muerto en la altura de la cruz brilla ante nosotros con la autoridad de Dios. Verdaderamente este era el Hijo de Dios, y oímos la voz del Padre que en él se hace con nosotros donándonos la salvación redentora. Herodes, en cambio, solo consigue que contemplemos con veneración la cabeza sangrante del Bautista colocada en la redondez malvada de la bandeja. Quien provocó  esa inicua redondez solo merece nuestro desprecio, y lo hace a costa de cortar la cabeza de Juan. Quien con nuestra incuria y nuestro pecado —murió por todos, y en ese todos estamos tú y yo— fue elevado en la línea de la cruz, murió por nosotros, para nosotros, salvándonos del pecado y de la muerte. Uno nos ofrece una escena que solo provoca arcadas en nosotros, y no podemos sino cerrar los ojos para no ver tanta desolación. El otro, obrando con la autoridad de Dios, nos hace mirar hacia él con infinita ternura, con temblores de llanto.