El pan que toca Jesús se convierte en alimento. Un alimento que no se acaba. Se reparte y se reparte, y siempre queda más. ¿Cuál es ese alimento?, ¿cuál es su hacer que logra que no se acabe nunca? ¿Con qué autoridad, pues, actúa Jesús?, ¿cuáles son sus palabras y sus gestos de modo que siempre nos entregue el alimento de parte de Dios? ¿Quién es este?, se han preguntado muchos.

La primera lectura nos da un matiz decisivo. Jesús es descendiente del rey David, no de Jeroboán, rey inicuo. Pues el insensato rey se alejó del Señor en lo que es el centro mismo de su autoridad, creyendo que de esa manera todo iría mejor en sus reinos. Construyó no uno, como en los tiempos de Moisés en el monte Horeb, sino dos, para ser más implacable. Decretó que ya estaba bien subir a Jerusalén para ofrecer sacrificios al Señor. Ahora con los becerros todo será más fácil: habrá dos templos nuevos, y ermitas en los altozanos. Cualquiera podrá ocupar la plaza de sacerdote, sin necesidad de ser de la tribu de Leví, y ofrecerá sacrificios al becerro. Así, Dios mismo estará en la fuerza de su puño. Sin caer en cuenta de que este comportamiento traía el pecado a su dinastía y el exterminio a su tierra.

El rey de Judá Jeroboán es el contraejemplo perfecto del rey David. Hizo todo lo que podía disgustar al Señor en lo más íntimo de su esencia y de su autoridad. Invocó en vano su nombre designando con él a ídolos. Decidió que la casa del Señor estaría donde él quisiera, y que sus sacerdotes serían los que a él le viniera en gana. Él era el dueño que manejaría al Señor  a su antojo, haciéndose con la autoridad de su nombre. Horrible pecado. El más grande de todos: substituir la gloria del Señor por ídolos construidos por mano de hombre, buscando suplantar la autoridad del mismo Dios. Hacerse dueño de tierra y cielo. Y siendo el contraejemplo de David, se convierte también en la contrafigura de Jesús.

El lugar del culto será uno solo, en las alturas de Jerusalén, allá donde Jesús morirá en la cruz, momento en que el velo del templo se rasgará para, en su carne abierta, hacernos visible al Santísimo, en donde mora la gloria de Dios. El sacerdote de la nueva Alianza según el rito de Melquisedec, como de manera tan maravillosa nos enseña la carta a los Hebreos, será el mismo Jesús, y él también será la víctima que se ofrece en sacrificio por nosotros. La carne sacrificada será la suya que se nos dará como alimento en la forma del pan que él, por medio de sus discípulos, nos reparte gratis. Siete panes, número de completud, que tras la bendición de Jesús y el mandato a sus discípulos para que lo repartan entre la gente se convierten en siete canastas sobrantes, para que nos hinquemos de rodillas ante el sagrario. Un alimento que no se pasa; que no se acaba; que siempre está a nuestra disposición. Así pues, el Señor Jesús, don del Padre oara nosotros, se pone a nuestra disposición en la eucaristía y en el bautismo, como lo señalaron la sangre y el agua que salieron de su costado cuando, ya muerto, el soldado romano le alanceó el costado. Por esto, cantaremos con el salmo que se acuerde de nosotros por amor de este que es ahora su pueblo.