Sabiduría 2, la. 12-22

Sal 33, 17-18. 19-20. 21 y 23

san Juan 7,1-2.10.25-30

Confieso que sentí envidia. No sé si de la buena o de la mala y, quizá por eso, no precisé; sencillamente, le dije a Antonio cuando, anteayer, entré en su casa: “Antonio, esa pared me produce envidia”… Él se encogió de hombros, y respondió: “a mí me produce frustración”. Aclararé: la pared más grande de la casa de Antonio es una enorme estantería. Allí debe haber no menos de quinientos libros (Tenemos “libro del mes” para años) y otras tantas cintas de vídeo y CDs. Mi envidia venía provocada por el poco tiempo que me queda para leer: me encantaría devorar todos aquellos libros y películas… Curiosamente, la frustración de Antonio tenía el mismo origen: “¿Qué crees que siento cada vez que entro en casa, veo esa pared, y me doy cuenta de que, un día más, mis dos hijos reclamarán todo mi tiempo y me iré a la cama sin haber gozado de ella?”… Entendí bien. Le respondí algo rápidamente, y más tarde, mientras conducía de regreso a casa, hice mi oración frente a aquella pared. Cualquiera diría que se trata de un desperdicio, de una riqueza inútil que su dueño no puede aprovechar… Pero a mí me parece un altar. Sobre esos estantes se está ofreciendo a Dios un sacrificio de libros, de música, de cine… ¡De tiempo! Esos pobladores de la estantería son el símbolo de las horas que Antonio pierde para que Dios y sus hijos las ganen. Me alegré de que mi amigo hubiese conservado su pared “tal cual”.

Retener es el deseo de todo hombre: desde el avaro, que busca retener bienes, hasta el despilfarrador, que busca ansiosamente retener la vida soltando lastre. La diferencia reside en que unos retienen para sí, y otros retienen para Dios y para los demás. La primera frase del evangelio de hoy: “no quería andar por Judea porque los judíos trataban de matarlo”, puede sugerir cobardía, porque muestra el deseo, tan natural en Jesús y en nosotros, de retener la vida, de no exponerse al peligro. Después se nos dice que “subió también él, no abiertamente, sino a escondidas”, y quedamos desconcertados. Si Jesús hubiera deseado conservar la vida, no habría subido… Pero si no le importaba morir, ¿para qué ocultarse? ¿Por qué mantenerse vivo y, a la vez, habitar en un lugar inhóspito? ¿Por qué conservar una pared llena de libros y, a la vez, tener hijos que te impiden leer?… Sigamos leyendo: “Mirad cómo habla abiertamente”.

Una vez en Jerusalén, Jesús ya no se oculta: habla y grita, aún sabiendo que con ello se expone a la muerte. Y, de este modo, queda respondida nuestra pregunta: Jesús conservó su vida para poder entregarla, para derramarla en sacrificio ante Dios por nosotros. Es, a un tiempo, paradójico y fascinante: la conservó para no disfrutarla; la conservó para que la disfrutásemos nosotros… Por eso la pared de Antonio me parece un altar.

Amigo lector: ojalá vivas cien años. Cuídate como si desearas vivirlos… Y quiera Dios que ni un minuto sea para ti. Hoy te invito a poner tu vida en manos de la Virgen, y a cuidarla para Ella. María la subirá a la Cruz y la unirá a la Vida ofrecida de Cristo en el Calvario… ¡Bendita pared, bendito despilfarro!