Éxodo 12. 1-8. 11-14

Sal 115, 12-13. 15-16bc. 17-18 

san Pablo a los Corintios 11, 23-26

san Juan 13, 1-15

«Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa». Era una cena nerviosa. Fuera de la casa, arreciaba la muerte, y había que estar dispuestos a salir en cuanto hubiera pasado. Año tras año, los israelitas comieron apresuradamente su cordero, esperando que, de un momento a otro, se presentase la Pascua verdadera.

Sin embargo, la última Pascua fue de todo menos rápida. Debía haberlo sido, porque así estaba preceptuado, pero aquella noche, como la primera, la muerte arreciaba fuera de la casa, y un Hombre se marchaba con ella dejando atrás a sus amigos. Esta vez, el Primogénito cuya vida segaría el ángel exterminador iba a ser Él… ¡Y no encontraba la forma de arrancarse de los suyos!

¡Dios mío! ¡Nunca fue Jesús más débil! ¡Si parece un niño diciendo a su padre «ya voy, ya voy», y alargando a la vez la despedida, extendiendo la mano y tocando a sus amigos hasta casi arrancarse los dedos para no marcharse! Quien hoy no se conmueva, o no sabe leer, o no sabe llorar.

Comienza la cena, la última Pascua, y Jesús cae por tierra y se abraza a los pies de los Doce; los limpia y los besa. Podía haberles besado en el rostro, podía haber abrazado sus cuerpos… Pero un Profeta tiene su propio lenguaje, y con su gesto expresa un Amor rendido que jamás hubiera comunicado un abrazo. Luego toma el pan y el vino, y tocándolos los hace estremecer, y se arranca el alma, el Cuerpo y la Sangre para quedarse escondido en ellos… No quiere salir, no quiere salir… Y se esconde después en las manos de los apóstoles, manos sacerdotales que son las del propio Cristo, oculto para no marcharse… Yo tengo a Cristo tiritando en mis manos, porque no quiere separarse de los hombres, y soy tan necio que no vivo en un temblor.

Y acaba la cena, pero no quiere irse… Y habla, y habla… Tres capítulos enteros del evangelio de Juan arden en la sobremesa. Acaba el primero, el 14, y hay que marcharse. ¡Un último esfuerzo, que la noche arrecia!: «Levantaos, vámonos de aquí!»… Pero, ya de pie, junto a la puerta se detiene. El Omnipotente no puede, no sabe separarse de los suyos y aún se resiste y sigue hablando. Quisiera congelar la despedida y abrasa dos capítulos más. Nunca le escuché, hasta ese momento, una declaración de Amor explícita; nadie tan pudoroso como Él. Pero, esa noche… Esa noche era la última, y hasta su pudor Jesús depuso para quemar una página de mi evangelio: «Como el Padre me amó, así os he amado yo» (Jn 15, 9)… Hay que irse, Dios mío; hay que irse… Y levanta los ojos al cielo pidiendo fuerzas, aún de pie junto al umbral, y abrasa otro capítulo de Juan: el 17… Y se adentra en la noche.

Y seguirá tiritando en Getsemaní, y se agarrará a las ramas de los olivos, y… ¡Madre mía! ¿Y seguiré yo, Virgen Santa, tan frío mientras Jesús tirita?