Hechos de los apóstoles 2, 42-47

Sal 117, 2-4. 13-15. 22-24

san Pedro 1, 3-9

san Juan 20, 19-31

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» Comprendo perfectamente a Tomás, el Mellizo. Seguro que era uno de los más fervientes apóstoles de Cristo. No se enteraba de nada, pero se haría sus “castillos en el aire” sobre el Reino de Dios. Mentalmente ya habría distribuido cargos, prebendas entre los fieles y castigos a los que les habían despreciado durante el tiempo que caminó, a las duras y a las maduras, con Jesús. Esperaba tanto, según su entender, que la cruz fue para él un verdadero escándalo. No le bastaba el testimonio de otros, tenía que ver, que tocar, que humillarse. A la vez que sentía la muerte de todas sus esperanzas sabía que algo en su interior le decía que había algo más, que Jesús no podía defraudarle, por eso se queda con los discípulos, aunque fuese con las puertas cerradas.

Entonces aparece Jesús y Tomás ya está con ellos. En un momento tiene que hacer una tarea que a otros nos cuesta años y creo que todavía no lo hemos conseguido. En un instante, al encontrarse con el crucificado resucitado cambia toda su vida, sus prioridades, sus planteamientos, sus certezas y reconoce a aquel que es «¡Señor mío y Dios mío!». Puede parecer fácil teniendo a Cristo delante, pero recordemos que ya el Señor había dicho que algunos no creerán aunque resucitase un muerto. No es sólo ver a Cristo resucitado. Tomás, de un plumazo, expulsa de sí sus dudas, su postura escéptica, su pose de “hombre realista y sensato” que habría mantenido ante los apóstoles y, al liberarse de todo ello, se llena de la paz de Dios y puede mirar a Jesús con los ojos del hombre nuevo.

«Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Termina la octava de Pascua, aún nos quedan 42 días de tiempo pascual. Si aún no hemos cambiado nuestro corazón y nuestra mirada tendremos que recurrir a una buena confesión para desatar todo lo que nos une al hombre viejo y reconociendo a nuestro Dios y Señor dar un paso, aunque sea pequeño, hacia la meta. Entonces descubriremos que la santidad, la nueva vida en Cristo, no es algo inalcanzable sino que está mucho más cerca de lo que nuestros miedos nos indican.

Cómo miraría la Virgen a Tomás, cómo le sonreiría y alentaría para que supiese esperar. Así hace con nosotros para que tengamos vida.