Santos: Pedro Chanel, presbítero y mártir; Agapito, papa; Prudencio, Pánfilo, Marcos, Petricio, Africo, Artemo, obispos; Teodora, Proba, vírgenes y mártires; Dídimo, Acacio, Menandro, Polieno, Afrodisio, Caralipo, Agapio, Eusebio, Vidal y Valeria, Ursino, Patricio, Marcos, mártires; Luis Mª Griñón de Monfort, confesor.

Este sacerdote –que no pasó de ahí– fue uno de esos comunicadores natos que empujan fuerte en la causa de Cristo; uno de esos grandes predicadores que aparecen de vez en cuando y que saben despertar el sentimiento religioso popular en las masas, provocando a la vez numerosas conversiones entre sus oyentes. Pero, además de eso, hizo otras cosas.

Hijo del abogado bretón Juan Bautista Grignon; su madre, Juana Robert de la Biceule. Nació en Saint-Laurent-sur-Sèvre el 31 de enero de 1673 y lo bautizaron al día siguiente. El día de la confirmación añadió a su nombre el de María. Estudió en el colegio de los jesuitas de Rennes donde se le conceptuó como uno de los alumnos más destacados en el rendimiento intelectual y en la piedad porque llegó a ser uno de los congregantes. Pasó ocho años en París al calor del seminario de San Sulpicio y recibió el Orden Sacerdotal el 5 de junio del 1700.

Quiso evangelizar misionando en países que aún no conocían la primera luz del Evangelio, pero lo mandaron a Nantes, donde los jansenistas habían hecho y hacían una labor destructiva; allí tuvo que tragar sus propias lágrimas con frecuencia porque el ambiente se hacía irrespirable para la fe. Luego estuvo en Poitiers como capellán del hospital; pero de allí lo despidieron malamente tres veces. Y después, se fue andando a París, a donde llegó destrozado y rengo; trabajó como abnegado enfermero en el hospital La Salpêtriere donde encontró cinco mil enfermos pobres hasta que un día encontró bajo su plato la nota de su despido. Menos mal que las benedictinas del Santísimo Sacramento le proporcionaron en esta coyuntura la comida, porque la casa la tuvo en un cuchitril bajo el hueco de las escaleras de Port-de-fer, que le dio la oportunidad de escribir su primer libro, El amor de la Sabiduría Eterna, y disponer de tiempo para pensar en la fundación de una de sus dos fundaciones.

Intentó ser misionero popular, pero encontró dificultades más que notables en las diócesis y, a la vista de sus continuos fracasos, tomó la decisión de pasar el mar para encontrar gente mejor dispuesta entre los infieles, no sin antes conseguir la bendición papal. En audiencia con Clemente XI, el 6 de junio de 1706, le mandó el papa quedarse en Francia y le nombró «misionero apostólico» para facilitarle el arduo trabajo por la terrible deformación del jansenismo –algunos obispos eran jansenistas y pusieron toda suerte de trabas a su predicación–. ¿Qué otras tierras podría buscar, si toda Francia era un país de misión, a pesar de que todas sus gentes se confesaban cristianísimas?

Rennes, Saint Malo, Saint Brieuc, Nantes, La Rochela y Luçon fueron su escenario. Su bagaje de misionero lo componían un crucifijo y una imagen de la Santísima Virgen; los demás útiles eran personales y no ocupaban lugar: oración intensa, pobreza total, penitencia sin cuento, ciencia teológica, santo rosario, amor a los sacramentos y una rendida devoción a la Virgen.

En su fogosa predicación sabia y ardiente, solía utilizar los recursos que le brindaba la piedad popular –expresión de fe, aunque con adherencias siempre susceptibles de purificación–. Hubo misiones en las que tuvo hasta siete procesiones por día. Su contemporáneo Grandet refiere que organizaba sus misiones con cánticos y gestos que movían a una actitud interior de conversión; y debe ser así, porque se conservan no menos de veinte mil versos compuestos por Luis María, que se adaptaban a tonadillas pegadizas, y son como un fácil resumen de los principales temas predicados.

Pero abundaron las dificultades; a menudo estuvo en pugna con prelados, sacerdotes y autoridades; no le faltaron tribulaciones muy amargas, como verse tachado de cura exagerado, extravagante, rancio, descentrado y loco que hedía a Edad Media; hasta el mismísimo rey Luis XIV mandó demoler el grandioso Calvario de Pontchâteau que Monfort había construido en quince meses con veinte mil obreros.

Escribió la obrita Reglas de las Hijas de la Sabiduría, el tratado llamado La verdadera devoción, Carta a los amigos de la cruz, El secreto de María, El amor de la Sabiduría Eterna y otros opúsculos.

Fundó la Compañía de María (monfortianos), y para las mujeres, las Hijas de la Sabiduría.

También puso en marcha escuelas de caridad y un hospital para incurables.

Predicando la misión de San Lorenzo de Sèvres, enfermó de muerte para irse el 27 de abril. Pidiendo ser enterrado bajo la tarima del altar de la Virgen María.

Lo canonizó Pío XII el 20 de julio de 1947.

La fórmula «Por María – con María – en María – y para María», que él popularizó, hizo mucho bien en su predicación del comienzo del siglo XVIII que había tomado a «las luces» como sucedáneo de Dios; pero guarda la misma clave secreta de eficacia en los nuestros.