Eclesiástico 48, 1-15

Sal 96, 1-2. 3-4. 5-6. 7  

san Mateo 6, 7-15

 Si creyésemos todo lo que se nos dice, pensaríamos que, detrás de toda la movilización de una huelga, hay personas bienintencionadas en busca de un mundo mejor. Pero, para edificar ese paraíso, luchan entre sí y nos traen a todos de cabeza. Mientras tanto, los únicos hombres que tienen en sus manos un arma capaz de cambiar el mundo duermen esperando a que los políticos arreglen las cosas. Hablo de nosotros, de los cristianos.

Los hombres de Estado nunca han hecho el mundo más habitable. Quienes han transformado la sociedad han sido los santos. Los reyes de Israel, en tiempos de Elías, fueron unos peleles, cuando no unos canallas. Pero la fe y la santidad de aquel hombre fue más poderosa que todos los cetros: “hiciste bajar reyes a la tumba y nobles desde sus lechos”. Dios, que comienza siempre a edificar por los cimientos, no espera a un “hombre de Estado” que, desde lo alto, corone con crucifijos los tejados… Dios quiere cristianos santos, trabajadores santos, familias santas donde se críen políticos santos.

¡Primero son los santos, y después los políticos! Francisco de Asís cambió la faz de la tierra. Y la cambiaron Ignacio de Loyola, y Teresa de Jesús… Ellos hicieron posible la existencia de gobernantes santos. Pero si quienes están llamados a la santidad se han dormido; si están apoltronados frente al televisor y demasiado ocupados en “sus asuntos”, esperando al domingo para visitar la iglesia, nuestra sociedad seguirá siendo pagana. Creedme: el peor de los males que sufre nuestro mundo no es otro sino éste: el aburguesamiento de los católicos.

No basta gritar “venga a nosotros tu Reino”… Porque ese Reino quiere Dios ponerlo en nuestras manos, y nuestras manos están demasiado ocupadas en “buscarnos la vida”… Un solo trabajador cristiano que no se avergüence de su fe, que ore por sus compañeros, y que sea testigo de Cristo, puede cristianizar su lugar de trabajo y convertirlo en “Reino de Dios”. El fuego prenderá después en las familias de los demás trabajadores, y de allí tomarán su lumbre otras almas… Cuando perdamos el miedo a ser santos (¡de verdad!), el mundo cambiará. He ahí la verdadera “revolución pendiente”.

 He ahí nuestro mayor pecado.

Por eso ,teniendo ante nosotros el Padrenuestro, no nos conformaremos con suplicar, de forma general “hágase tu Voluntad”… A esa plegaria uniremos también la de María, para que estemos seguros de que nuestra oración es sincera: “Hágase en mí según tu Palabra”. Amén.