Isaías 1, 10-17

Sal 49, 8-9. 16bc-17. 21 y 23

san Mateo 10, 34-11, 1

Hace tiempo vi la película Apocalypto de Mel Gibson. En ella se imagina el director australiano la vida de los pueblos de América justo antes de la llegada de los españoles a aquellas tierras. Basándose en lo que conocemos de la historia y del análisis de los restos arqueológicos nos muestra a dos pueblos: uno bastante sencillo que vive en la selva y otro más urbano que necesitaba conseguir continuamente esclavos para ofrecérselos en sacrificio a su dios. A veces he pensado en esas culturas y religiones que practicaban cultos sangrientos de grandísima crueldad. Partían de la idea de un dios al que había que saciar con sangre humana. Seguramente existía el deseo de ofrecerle lo mejor y por eso sacrificaban a mujeres vírgenes o a soldados robustos y, a veces, también a niños. Esa perversión nacía de una idea de la divinidad, que había de ser sádica y de la que era preciso protegerse para evitar su ira.

En la primera lectura, del profeta Isaías, nos encontramos en otro estadio, muy distante de los cultos precolombinos, pero aún lejos de la novedad introducida por Jesucristo. Los israelitas ofrecían animales a Yahvéh, y otro tipo de cultos, tal como los describe el profeta. Sin embargo el Señor manifiesta que todo eso no le satisface. El motivo es que la ofrenda no va acompañada de un corazón puro. Así, se lamenta a través del profeta, pueden compatibilizar los grandes rituales con la injusticia y el pecado.

El señor señala que lo que desea es que aparten de delante de Él sus malas acciones. Se indica ya que la ofrenda que se busca, la deseable, es la de un corazón limpio. De ahí las palabras del profeta: “cesad de obrar el mal, aprended a obrar bien”. Al señalarles el modo de proceder Dios les estaba indicando también su naturaleza. Los invitaba a ser misericordiosos con su prójimo de la misma manera que Él es misericordioso. No se trataba de contentar a Dios o entretenerlo, sino de hacerlo presente en medio del pueblo y de la historia reflejando su bondad y su amor. El salmo responsorial de hoy va en la misma línea.

A la luz de lo anterior se hace más comprensible el evangelio de hoy. Jesús vuelve a pedir un “sacrificio”, pero este es de otra naturaleza. Porque ahora no se trata de darle cosas a Dios sino de entregarse a Él con todo el corazón, de amarlo. Hemos sido hechos para amar a Dios. Ese amor a Dios llena totalmente nuestra vida y ha de estar por encima de todo otro amor, incluso a los parientes más cercanos.

Pero hay que darse cuenta de un aspecto que, a menudo pasa desapercibido. Ahora amamos a Dios que se ha hecho cercano. Se trata de seguir a Jesús con todo el corazón, con toda la vida. Ese seguimiento al Señor que ha venido a visitarnos se transforma en verdadera misericordia hacia todos los que están a nuestro alrededor. Darse de todo al Señor significa que Él nos ofrece todas las riquezas de su corazón para transformar nuestra vida e irradiarlas a nuestro alrededor.