Ezequiel 9, 1-7; 10, 18-22

Sal 112, 1-2. 3-4. 5-6 

san Mateo 18, 15-20

 “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”. Es más agradable la alabanza que la corrección; sin embargo, es mucho más provechosa para el alma la corrección que la alabanza.

Hagamos lo que hagamos, no será difícil encontrar quien nos alabe. Pero sólo los necios se suben sobre la alabanza para parecer más altos. La experiencia me ha enseñado algo que no quisiera olvidar: si yo llegase por vez primera a un templo y, finalizada la lectura del evangelio, en lugar de predicar emitiese un largo y prolongado bostezo para después continuar con la misa, no sería difícil que alguna persona se acercase a mí para decirme: “¡Padre, qué bien bosteza usted!”. Y, si fuera yo un necio, volvería a mi casa hinchado de orgullo, creyéndome un campeón mundial de bostezo sacerdotal sobre el ambón, y convencido de que las almas están muy necesitadas de sonidos como ése. Al día siguiente, otro bostezo sería toda mi homilía, y, pasados unos meses, quizá hubiese conseguido un coro de incondicionales que aplaudiesen mis soporíferos sermones… Ni ellos serían santos, ni tampoco yo, pero estaríamos muy contentos… ¡La comedia humana!

Sin embargo, la corrección es siempre amarga. Aún diré más: puesto que la mayoría de quienes leéis estas líneas sois laicos y vivís en el mundo, me atreveré a afirmar, para que no nos llamemos a engaño, que la mayor parte de las correcciones que recibís son injustas y, además, están mal hechas. En el mundo se corrige más por despecho que por cariño, y el motivo de las correcciones suele provenir de una visión sesgada de las cosas. Sin embargo, hasta las más crueles reprensiones llevan dentro un tesoro para quien desea ser santo.

Si a mí alguien me tirase una piedra a la cabeza, y yo supiese que dentro de esa piedra se esconde una perla, no me gustaría ser tan idiota como para devolverle la pedrada a mi agresor. Me agacharía, recogería la piedra, e incluso daría las gracias. De la misma forma, en esas correcciones tan dolorosas, tan mal hechas y tan llenas de ira que a veces recibimos hay casi siempre un fondo de verdad que el alma amante de Dios debe saber extraer. En el peor de los casos, si todo lo que nos dice quien nos reprende fuera mentira, dentro de la injuria se esconde un motivo para crecer en humildad: “si éste conociese mis pecados, aún me diría cosas peores” -deberíamos pensar-… La corrección siempre -¡siempre!- nos ayuda a ser santos si sabemos recibirla con sencillez.

En cambio, la alabanza humana, que tiene apariencia de perla, suele llevar dentro un veneno mortal. Incluso cuando la alabanza es cierta, si quien la recibe no sabe devolvérsela a Dios se arriesga a que le abrase las manos. Recuerda que este mundo ha tenido a los santos por idiotas y a los idiotas por santos. Aprovechemos las correcciones, desprendámonos de las alabanzas, y pidámosle a María que nos enseñe a servirnos de todo para la gloria de Dios.