Apocalipsis 11, l9a; 12, 1. 3-6a. l0ab

Sal 44, l0bc. 11-12ab. 16 

san Pablo a los Corintios 15, 20-27a

san Lucas 1, 39-56

 En días como hoy, quisiera yo escribir palabras que hiciesen arder el folio… Pero el folio es “virtual”, y si arde el ordenador no podría escribir nada más. En todo caso, es difícil, muy difícil, hacer pasar a través de estos pequeños dedos el fuego que abrasa las entrañas. Cuando haya terminado de escribir, y lea las pobres palabras que han quedado colgadas del monitor, sé que me sentiré frustrado. Volveré a repetirme que estoy solo, solo con esta mezcla de consuelo y desconsuelo que me hace vivir como si llevase una bomba adherida al alma.

Siento consuelo porque soy carne, amo la carne, y no sé manifestar ni recibir el cariño por un camino distinto del que ha tendido ante mí esta carne bendita. No sé amar a la Virgen sin amar sus labios, sus mejillas, sus manos, sus pies, y su sonrisa. Y al considerar el misterio de su Asunción al Cielo en cuerpo y alma me siento muy aliviado: esos labios, esas mejillas, esas manos, esos pies y esa sonrisa están a salvo en la eternidad. Nadie puede arrebatármelas: ni las deteriorará el paso del tiempo, ni las consumirá la muerte, ni las surcará con su arado la tristeza. María, mi Madre, en cuerpo y alma, vive, eternamente joven y eternamente hermosa, en el Cielo. Allí me está esperando, y allí la imagino… Sé que en el Paraíso no hay dolor, pero ¿disparataré si digo que la imagino sonriendo -¡sonriendo, sí, con sus labios de carne gloriosa!- mientras clava sus ojos -¿de qué color son?- en mi pequeño rostro? ¿Será delirio decir que imagino lágrimas de ternura entre sus párpados mientras contempla cómo este pequeñín pasa por el mundo haciendo el ridículo y amando a Dios? También me consuela, y mucho, el saber que seguiré sus pasos, y el soñar con el ansiado día en que esta pobre carne de muerte se revista de gloria, y estas mejillas cansadas puedan recibir el beso de sus labios… Entonces la abrazaré, y lloraré sobre sus hombros lágrimas de fuego.

Siento un enorme desconsuelo porque Ella está allí mientras yo estoy aquí… ¡Qué terrible distancia para la carne, la que separa el Cielo de la Tierra! Sé que María está, ahora mismo, más cerca de mí que las personas a quienes veo apenas levanto la vista.

Lo sé, lo creo, y por eso lo escribo… Pero el saberlo no trae consuelo a mis ojos, ni a mis labios, ni a mis manos, que han de seguir crucificadas en el hambre porque no ven a Aquélla a quien aman. No me tengáis esto en cuenta, pero cuando pienso que, después de la muerte, y si Dios en su misericordia quiere otorgarme la Vida Eterna, aún reposará mi cuerpo en el sepulcro en espera del último día mientras mi alma descansa en la gloria… Cuando pienso eso, hasta el Cielo se me hace duro. Es un disparate; sé que el Cielo no puede ser sino dicha, pero, visto desde aquí, no sé cómo se las ingeniará el Señor para hacerme feliz sin mis manos, sin mis labios, y sin que mis ojos de carne se alegren con la contemplación de la hermosura de Cristo y de María.

Basta. Os resumiré, en una palabra, el modo en que en la tierra celebraré esta fiesta del Cielo: impaciencia.