Ezequiel 28, 1-10

Dt 32, 26-27ab. 27cd-28. 30. 35cd-36ab 

san Mateo 19, 23-30

 “Diría: «Nuestra mano ha vencido, no es el Señor quien lo ha hecho»”… Desde hace tiempo, siento más miedo de los éxitos que de los fracasos. En ese sagrado refugio de pecadores al que llamamos confesonario, estos hombros han recibido ya muchas lágrimas de personas que venían abatidas bajo el peso de sus culpas. Nunca he temido por ellos, porque su dolor les hacía niños, y sé que a los niños Dios los salva siempre. A la vez, he tenido que soportar a personas que venían a relatarme sus virtudes, aderezándolas con algún “pecadillo” venial… No querían tanto ser perdonadas como ensalzadas. Y a esas personas siempre les he dicho lo mismo: “mira, hijo, te has equivocado de ventanilla. La de las canonizaciones está dos pasillos más adelante”…

“Se hinchó tu corazón, y dijiste: ‘Soy Dios’”… No es que no ame la virtud. ¿Cómo no voy a amarla, si le agrada a Dios? Es que me da miedo esa virtud que se parece más a un pedestal sobre el que se suben los hombres para contemplarse y para ser alabados.

Quisieran que el propio Dios se postrase a sus pies y les diese las gracias, mientras dice a sus ángeles: “¡Chicos, mirad! ¡Ahí tenéis a un santo!”. Sí, sí, ya sé que suena ridículo, pero decidme: ¿no nos parecen ahora ridículos esos apóstoles primerizos que le dicen a Jesús: “nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”? Poco después, los veremos traicionar al Maestro, abandonarlo, y hasta negarlo con juramento, y sentiremos deseos de decirles: “¿Qué os habéis creído?”… Parece, sí, ridículo, pero es terriblemente real. Por eso me asusta más el pecado venial que el mortal. Porque sé que, con algunas almas, el Demonio elige la estrategia más sutil: no las tienta con grandes pecados, no vaya a ser que se arrepientan. Deja que se envanezcan (¡llevan años sin ofender gravemente a Dios!), y teje en torno a ellos una red muy fina de pequeñas infidelidades (¡cosas sin importancia!), mientras susurra en sus oídos: “¡Qué bueno eres!”.

Cuando la red esté tejida, las dejará caer desde tan alto y serán suyas… ¡Lástima! ¡Otro “santo” que se echa a perder!

No quiero meteros miedo… Mejor, sí quiero meteros miedo, mucho miedo al pecado venial. Pero os diré, finalmente, algo alentador: también he conocido almas muy custodiadas por la Divina Misericordia. Decían: “no avanzo, no avanzo, siempre ofendo a Dios con lo mismo”… Yo callaba. Las veía avanzar a pasos agigantados, pero me daba cuenta de que Dios permitía en ellos tentaciones incesantes para que no olvidasen que eran débiles. Por más que luchaban, la tentación no cedía. Caían y se levantaban en aquello, mientras volaban en todo lo demás… Ellos no lo veían; estaban muy ocupados luchando. Entendí que, si es sutil Satanás con sus argucias, más lo es Dios con su misericordia. Y, sobre todo, comprendí algo que me ha proporcionado un gran consuelo: Jesús y María se complacen, sí, en nuestras virtudes. Pero hay algo que les complace más aún: nuestra lucha, nuestros deseos -¡tantas veces insatisfechos!- de agradar a Dios.