Jeremías 20, 7-9

Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9 

san Pablo a los Romanos 21-12, 1-2

san Mateo 16, 21-27

 Para meditar este texto del evangelio es bueno que tengamos presente el de la semana anterior. Jesús, que ha bendecido a Pedro y lo ha felicitado porque le ha reconocido como Hijo de Dios, ahora le lanza una grave imprecación: ¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!. Me pregunto cuántas veces Jesús no habrá pensado lo mismo de mí. La fe no es un hecho sociológico, sino la respuesta personal de cada uno ante Dios que se manifiesta. Conlleva una actitud de confianza y abandono en Dios. Pedro, que lo ha reconocido, inmediatamente se ha olvidado. Su fe no había iluminado su inteligencia ni cambiado su forma de pensar. Por eso siguió razonando como si no hubiera pasado nada. En el momento en que Jesús anuncia que debe ir a Jerusalén para sufrir y morir, Pedro exclama: ¡No lo permita Dios, Señor!, cuando Jesús precisamente va a su pasión para cumplir la voluntad del Padre.

De ahí la exhortación de san Pablo en la segunda lectura de hoy: No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

En el ejemplo de san Pedro, descubrimos muchas enseñanzas para nuestra vida práctica en la Iglesia. La primera es que no están garantizadas por el Espíritu Santo todas las acciones de sus ministros, sino sólo aquellas que guardan especial relación con la salvación. Así, un sacerdote no deja de bautizar o consagrar válidamente a pesar de sus imperfecciones personales. Por lo mismo tampoco todo lo que hace un consagrado está necesariamente bien. San Juan Bosco decía a sus muchachos: “No gritéis viva Pío IX, sino viva el Papa”, haciendo notar que hemos de sobrenaturalizarlo todo. La Iglesia está formada por hombres, pero no es el resultado de una suma.

Además, este episodio nos muestra cómo los peligros contra la fe pueden aparecer en cualquier momento y bajo cualquier excusa. La exclamación de Pedro no es extraña en el contexto –¿cómo iba a aceptar que la persona que más amaba, el más bueno que había conocido, hubiera de sufrir?– y no faltarán ocasiones en que nos dejemos llevar por ellas. Santa Perpetua, que fue martirizada en Cartago poco después del año 200, explica que su padre acudía a verla a la prisión e intentaba disuadirla diciéndole cosas como: “Ten compasión de mis cabellos blancos, ten compasión de tu padre, si es que aún soy digno de ese nombre”; o se presentaba en el tribunal cuando juzgaban a la santa y le mostraba a su hijo diciendo: “Ten compasión de tu hijo”. Pero Perpetua no renegó de su fe y murió mártir. Es muy probable que fuera para ella más duro el tormento que le propiciaron sus familiares que no el trato que recibiera de sus perseguidores.

La fe supone una certeza tan fuerte para quien la tiene que los argumentos del mundo ceden ante ella. Pero eso pasa si nuestra confianza en Dios impregna todo nuestro ser, influye en nuestro modo de pensar y de vivir y configura, en definitiva, toda nuestra existencia. Muchas cosas que son buenas y veraces en sí mismas se vuelven peligrosas y hay que evitarlas si, con ellas, ponemos en peligro nuestra confianza en Dios. Tener fe es querer en todo pensar como Dios.