Proverbios 3, 27-34

Sal 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5 

san Lucas 8, 16-18

“Hijo mío”… Así comienza la Primera Lectura, tomada del libro de los Proverbios.

He querido imaginar a Jesús orando con este libro. No imagino fantasías; Jesús oró con este libro. Y, al posar sus ojos sobre estas dos palabras, abría el oído porque era la voz de su Padre quien le hablaba: “Hijo mío eres Tú. Yo te he engendrado hoy” (Sal 2, 7). Yahweh instruía a su Ungido.

“No niegues un favor a quien lo necesita, si está en tu mano hacérselo. Si tienes, no digas al prójimo: «Anda, vete; mañana te lo daré.»”. Y Jesús, obediente, nunca se hizo esperar cuando con fe le pedían un milagro. Recordé a la hija de Jairo, y a la hemorroisa, y a Bartimeo… Me extrañé con Marta y María, a quienes hizo esperar tres jornadas, y con la mujer cananea, a quien pareció ignorar durante horas. Y entendí que, en esa “espera”, les dio más de lo que pedían, porque los sostuvo en la fe. No los escuchó “mañana”, no. Los escuchó “hoy”, y les dio “hoy” fe para esperar, y “mañana” el milagro que pedían. Me ha consolado. Yo también espero, y sé que, mientras espero, recibo. No esperaría si no estuviera ya recibiendo. Tan sólo me dan pena mis “mañanas”; los que le digo yo a Dios.

“No trames daños contra tu prójimo, mientras él vive confiado contigo”. Y Jesús, obediente, no quiso sino el bien de los hombres. Ojalá hubiésemos cumplido nosotros el proverbio. Tramó contra Jesús Judas, tramó Herodes, tramó Caifás… ¡Tramé yo, al pecar, contra Jesús, que quiso vivir conmigo! Mientras tanto Jesús, obediente, moría por Judas, por Herodes, por Caifás… Y por mí.

“No pleitees con nadie sin motivo, si no te ha hecho daño”. Y Jesús, obediente, no quiso pleitear ni siquiera contra quienes lo injuriaban. Obligó a Pedro a envainar la espada, cuando motivos sobrados había para usarla. Y, aunque yo le he hecho daño, tampoco pleiteará contra mí, que no ha venido a juzgarme sino a salvarme. Me he avergonzado de mis pleitos.

“No envidies al violento, ni sigas su camino; porque el Señor aborrece al perverso, pero se confía a los hombres rectos”. Y Jesús, obediente, murió como Cordero, pacífico y manso, por la envidia de los violentos. Se mantuvo en el camino recto, aunque le tiraban piedras. Por eso abría los Proverbios y su Padre se confiaba a Él. Mientras Jesús oraba, llovían golpes y oprobios. Eran mis pecados.

“El Señor maldice la casa del malvado y bendice la morada del honrado”. Y Jesús, obediente, subió a su casa. Dos árboles formaron dos moradas: el primero, aquél que sirvió de cobijo al primer pecado, prestó sus ramas a Judas para que en él se ahorcase: es el árbol de la soberbia, del egoísmo, de la desesperanza, de la tristeza sin Dios. El segundo Árbol, el de la Cruz, es ahora la morada de Dios con los hombres. Es bendición y es hogar. He pensado también en el Hogar de Nazareth. Allí María, José y el Niño son bendición, calor y refugio.

Se me ha terminado el folio. Sigue tú…