Eclesiastés 3, 1 -11

Sal 143, la y 2abc. 3-4  

san Lucas 9, 18-22

“El Hijo del hombre tiene que padecer mucho”… He meditado mucho en ese “tiene que…”. ¿Por qué llevar las cosas a esos extremos? ¿Por qué los esputos, por qué los latigazos, por qué la corona de espinas, por qué los clavos, por qué las llagas y los ultrajes?… ¿Por qué pasar por la vergüenza de ver a nuestro Redentor desnudo y bañado en Sangre, pisoteado como un gusano? Tratándose del Hijo de Dios, hubiera bastado una sola gota de Sangre, la que brota de una uña cuando uno se pellizca los dedos con una puerta, para redimir a todo el género humano. ¿Por qué, entonces, el suplicio de la Cruz? ¿Qué quiere decir ese “tiene que…”, repetido tras la Resurrección por el propio Jesús con palabras aún más tajantes: “Era necesario que el Cristo padeciera eso” (Lc 24, 26)? ¿De dónde viene esa necesidad que la Justicia Divina no reclamaba en absoluto?

No todas las necesidades nacen de la justicia. Hay necesidades fisiológicas, hay necesidades mecánicas, hay necesidades culturales, hay necesidades colectivas… Y existe, también (¡Vaya si existe!) la necesidad que crea el amor. El amor hace necesario lo ocioso y lo convierte en urgencia. No es necesario que una madre permanezca en vela un sábado por la noche hasta las cuatro de la madrugada esperando a que su hijo adolescente vuelva a casa. Podría dormirse plácidamente y esperar a que la despertase el ruido de la puerta. Podría incluso no despertar hasta el día siguiente, con la confianza de que, un sábado más, volverá su hijo… Pero el amor convierte, en esa madre, la vigilia en urgencia, en necesidad más imperiosa que el propio sueño… “¡No era necesario un regalo tan caro!”, le dice la novia a su joven enamorado, “yo sé que me quieres de todos modos”. “No era necesario para ti”, podría contestar él, “pero lo que yo siento aquí dentro requeriría un regalo aún más valioso para poder expresarse”.

Ya estamos en el Calvario… No era necesario, para nuestra Redención, ese grito ensordecedor. No era necesario para nosotros, sino para Dios. Porque el Amor que Dios siente por ti, el Cariño humano y divino que el Corazón de Cristo profesa al tuyo no podía expresarse carnalmente de otra forma que no fuera con la muerte sacrificial, con la entrega rendida de sus miembros, con el derramamiento de toda su Sangre, con el holocausto de una Vida ofrecida por Amor. ¿Qué querías, si no? ¿un abrazo, un beso, un poema? ¿Y de verdad crees que en un abrazo, en un beso, en un poema podría Dios haber encerrado el incontenible Amor que siente por ti? No, no… Eso puede estar bien entre nosotros. Pero al Amor de Dios el beso más ardiente o el abrazo más apasionado se le quedaban muy pequeños. El Amor de Dios necesitaba derramarse del todo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Mira de nuevo a la Cruz. Sitúate entre los brazos de María, como Juan, y escucha el grito de Dios: “¿Qué más tengo que hacer para que te des por aludido, para que sepas que te quiero?”. No hay que responder. Guarda silencio.