Viene a catequesis un niño ciego. Tiene el catecismo en Braille y participa como uno más de todas las actividades. Tiene la ayuda (casi siempre), de su hermano y de todos los compañeros y sus catequistas. Su madre es una auténtica madre coraje, ya que desde que su hijo perdió la vista a los cinco años se ha volcado en que pueda hacer todas las cosas con la mayor naturalidad posible. Y vaya si lo consigue, cuando se pone gasta bromas a cualquiera. Aun así rezamos para que los médicos puedan algún día curarle los ojos. ¡Que impresionante debe ser ciego! Los que tenemos vista no lo agradecemos a diario, y deberíamos.

“En aquel tiempo, dos ciegos seguían a Jesús, gritando: – «Ten compasión de nosotros, hijo de David.»” Ayer hablábamos de una Iglesia fuerte. Estos dos ciegos nos muestran lo que es la fortaleza. El uno y el otro compartían su debilidad, su ceguera. Pero al oír hablar de Jesús no se quedan lamentándose de su mala suerte, lo buscan, lo siguen y le gritan, animándose el uno al otro a que fuera posible lo imposible. Sin duda tendrían que superar muchas dificultades: localizar a Jesús, llegar hasta él, superar las barreras y dificultades que les pondrían por el camino, el mandarles callar para no molestar al maestro…., pero ellos siguen adelante. Su debilidad les hace fuertes.

También en la Iglesia, a pesar de nuestras debilidades, defectos y pecados, tenemos que tener esa fortaleza para llegar hasta Cristo unidos. En ocasiones habrá que animar al que se desalienta, levantar al cansado, orientar al perdido y enderezar al torcido. Pero con el convencimiento que creemos que el Señor nos da la vista. «¿Creéis que puedo hacerlo?» Contestaron: – «Sí, Señor.»

Lo que no podemos hacer es dar tumbos de ciego, yendo de un lado a otro a ver si encontramos la luz alejándonos de la Luz. Por ello tenemos que cuidar a la Iglesia. Nos puede pasar como a Bartimeo, que el Señor pase a nuestro lado cuando estamos sentados al borde del camino, pero lo habitual es que caminemos juntos con el Señor y en momentos de ceguera sean los otros miembros de la Iglesia (nuestros padres, hermanos, amigos, parroquia, sacerdotes, Obispos, el mismo Papa), los que nos animen a seguir, a tener el convencimiento que volveremos a ver. Y cuando comprendemos que la Iglesia (no un ente abstracto sino que se concreta en personas que Dios pone a nuestro lado), es la que nos lleva hasta Jesús, entonces: «Ya no se avergonzará Jacob, ya no se sonrojará su cara, pues, cuando vea mis acciones en medio de él, santificará mi nombre, santificará al Santo de Jacob y temerá al Dios de Israel. Los que habían perdido la cabeza comprenderán, y los que protestaban aprenderán la enseñanza. » Ver a la Iglesia como esa madre que nos lleva a Jesús y abre nuestros ojos nos ayuda a quererla. Y así nos dolerán los que quieren aprovecharse de ella, los que no llevan a Cristo sino a sus intereses, los que la deforman y los que la odian. Pero esos obstáculos no pararán nuestro camino ni dejarán que abandonemos el alentar a otros en el seguimiento de la Verdad.