¡Qué terrible es el miedo! Quienes lo han experimentado alguna vez saben cómo atenaza y cómo nos paraliza por dentro. Y es verdad que la causa del miedo puede ser real, o imaginaria, pero nos bloquea. Y, como no podemos convivir con el miedo, una de dos: o miramos cara a cara al peligro que nos amenaza e intentamos superarlo, aunque nos suponga una dura lucha, o bien nos damos la vuelta y salimos corriendo, porque así, al menos, no vemos el peligro y podemos disimularlo con otras distracciones.

En el relato del pecado original impresiona escuchar en boca de Adán su confesión sobre el miedo: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo y me escondí”. El miedo surge en él por dos cosas: porque oye por el jardín un ruido desconocido, que no es otro que el del mismo Dios, que, aquel día, como venía siendo habitual en él, había bajado al paraíso para conversar con Adán, como solían hacerlo antes de que sucediera el pecado original; pero, además, Adán tiene miedo porque se siente interiormente desnudo, indefenso, abandonado a sus propias fuerzas, algo que antes del pecado original jamás había experimentado. Convivir en el paraíso con ese Dios que se ha convertido en el mayor enemigo de tu vida, y encontrarte ante él absolutamente indefenso debió ser tan terrible y angustioso para Adán que, en lugar de encararse con su enemigo, prefirió darse la vuelta y salir corriendo, es decir, esconderse entre los árboles del jardín, para no tener que dar explicaciones a nadie.

Claro que ¿quién no ha tenido miedo de Dios alguna vez? O, por lo menos, ¿quién no alberga dentro un resquicio de desconfianza –de miedo en definitiva–, ante lo que nos pueda pasar en la vida? Sí, sí, claro: yo creo que Dios es Padre, que me cuida, que vela por mí, que me ama, y todas esas cosas… pero, en el fondo, el miedo a lo desconocido, a lo que me pueda pasar en la vida, a lo que Dios pueda permitir que me pase, lo llevamos todos dentro, como la cosa más natural del mundo. Pues eso es señal de que, a pesar de nuestras devociones, vemos las cosas desde esa tozudez del pecado, que nos hace pensar que Dios es un ruido extraño y, a veces, hasta amenazante, en nuestra vida.

Por eso, resulta delicioso contemplar a la Virgen Inmaculada dialogando a tumba abierta con el Señor. Frente al miedo de Adán, la plena confianza en Dios de María. Frente a la desnudez del pecado, la plenitud de gracia de esta Madre. Y frente a los frutos del pecado, el fruto de la gracia, que es ese Hijo, entregado al hombre ya desde el seno de su Madre. Dios se unió así a nuestra carne humana, sin miedo a abrazar todas las consecuencias de nuestro pecado para quitarnos a nosotros todos los miedos.

En esta solemnidad de la Virgen Inmaculada, descubramos una vez más el valor de la maternidad. Apendamos a descansar como hijos en ese regazo virginal, en el que se hace carne el mismo Dios. Esta cercanía divina, haciéndose uno de los nuestros, ¿verdad que es una invitación a la confianza y a desterrar los miedos de nuestra vida?