Nuestra mentalidad urbana nos hace imaginarnos la figura del pastor y las ovejas de manera un tanto idílica: que si los prados verdes, los frescos riachuelos, el sol brillante, el silencio relajante de la naturaleza, y, cómo no, las ovejas pastando tranquilamente al soplo de la suave brisa del día y bajo el sol brillante de la primavera… En este paisaje de nuestra fantasía pastoril sólo nos falta que aparezca Heidi, Copito de nieve, el abuelo, y el pastor Pedro, con el perro Niebla, correteando alegremente por los verdes prados de los Alpes, mientras conducen a las ovejas hacia el redil…. En fin, ¡todo un clásico del género!

La realidad pastoril, en cambio, es bien distinta. Los que aún siguen conservando el oficio de pastorear rebaños saben muy bien de heladas y escarchadas en la madrugada, de fríos y calores extremos, de pesadas soledades, de rutinarias jornadas llenas de trabajos ingratos y escondidos… Y todo buscando una atenta y cuidadosa dedicación a esas ovejas, que no dejan de ser lo más preciado para su dueño. Y así, donde los paletos de la urbe no vemos más que un mero rebaño, el pastor distingue, entre ese montón del rebaño, a cada una de sus ovejas en particular, a las que conoce de manera única y singular. Se entiende por qué, si se le pierde una de ellas, se lanza a buscarla sin pensárselo dos veces. Y no porque le paguen muy bien esas horas extraordinarias que dedica a buscarla, sino porque el amor a su oficio de pastor y, sobre todo, el amor a cada una de sus ovejas le lleva a entregarse a ellas hasta el extremo de perder el tiempo que haga falta hasta encontrarla y recuperarla.

Ojalá tuviéramos todo algo –solo algo–, del celo de ese pastor. No sé muy bien por qué, cuando leemos la parábola del Buen Pastor, pensamos automáticamente en el Papa, en los obispos, en los curas y las monjas, que son los que han hecho el máster en pastoreo y –con el título o no– ocupan puestos de primera responsabilidad en ese oficio. Pero, leer esa parábola en primera persona y tomar conciencia de que todos, en cierto modo, somos pastores, eso ya es otro cantar. Y llegar a la convicción de que hacen falta pastores de los de verdad, de esos que saben qué significa buscar a la oveja perdida, eso ya es para nota. Porque pastores de los del montón, de los que se dedican a pastorearse a sí mismos, a ser posible incluso por videoconferencia… ¡de esos ya nos sobran!

Todos los bautizados tenemos la responsabilidad de ser pastores. Pastores, en primer lugar, de nosotros mismos. Y ya está bien de echar la culpa a los demás, al ambiente, y al corrupto vecino, de la fe tan ramplona que tenemos. Y ya está bien de esperar a que el vecino cambie para que yo empiece a cambiar. No hay peor oveja que la que se acomoda en el perfil bajo de sus propios intereses y, además, echa la culpa de sus cuatro patas al pastor y dueño del rebaño.

Pero, además, hemos de ser pastores, además, de todos los que se cruzan con nosotros en el camino del día a día, allí donde estamos. En primer lugar, en nuestra familia, es decir, tu mujer y tu marido, porque es siempre más fácil dedicarse a pastorear el rebaño del vecino que dedicarse al que tenemos en casa, lleno de ovejas negras… Pero, también en el ambiente de trabajo, en las tertulias de amigos, en los corrillos de la calle, en el autobús o en el supermercado… En fin, pastores entre las ovejas de los múltiples rebaños en los que transcurre tu día a día.

Y ahí está lo difícil: pastorear todas esas realidades temporales, salir a buscarlas como si fueran esa oveja querida que se ha alejado del redil. Y no con una entrega teórica y cumplidora, que se acomoda muy bien a los protocolos sociales y laborales, y a las múltiples ocupaciones más importantes de mi complicada agenda, sino con esa entrega concreta del pastor que ama su oficio y ama a cada una de sus ovejas. Qué fácil es amar a los chinos de la China –no a los chinos de mi barrio– cuando sé que están muy lejos y, además, estoy ciertamente seguro de que jamás iré a la China a hacer algo por ellos. Y, además, con la tranquilidad añadida de que tampoco los chinos de la China vendrán a pedirme que dé la vida por ellos. Una fe así, que huye del compromiso más concreto, que pretende mantenerse viva sin sufrir el mínimo rasguño por el vecino, se parece al paisaje de Heidi correteando por las verdes montañas. Y, mientras tanto, las ovejas andan sin pastor, buscando su redil allí donde nunca lo encontrarán. Y todo porque el pastor tiene mucho que hacer, está preocupado porque no llega a fin de mes y, sobre todo, no tiene tiempo, porque bastante complicada es la vida y ocupaciones del pastor como para que encima tenga que preocuparse de sus ovejas.