Es asombrosa la capacidad que tenemos para comentar, criticar, cotillear, chismorrear y sacar punta afilada a todas y cada una de las canas del vecino. Lo interpretamos todo, y a todo le aplicamos nuestra propia moralina personal, dejando claro al que nos escucha dónde está el bien y el mal, y quién es el bueno y el malo de la película. Y todo ello, además, con tal amplitud de matices, con tal rapidez, con tal cantidad de intenciones ocultas y, en definitiva, con el colmillo tan envenenado que, al final, no le queda al pobre animal ni una pluma en su sitio y de lo que fue y vino se perdió la mitad en el camino. “Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio. “ Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”.

Esclavos del “qué dirán” y “qué pensarán”. Así parece que andamos todos: más pendientes de la lengua propia y ajena, que de la caridad y de la rectitud de corazón que han de guiar nuestras acciones. Y cuanto más pequeño y cerrado es el mundo –o la mentalidad– en que te mueves, parece que más necesario se hace para sobrevivir ese oficio del chismorreo, al que muchos se dedican incluso en nombre de Dios. ¿Cuántas veces no convertimos nuestras reuniones, grupos, comunidades cristianas, etc., en porterías por las que entra y sale todo tipo de comentarios sobre todos y cada uno de nuestros vecinos de religión? ¿O cuántas veces no estamos en esos ambientes eclesiales como quién está en la peluquería, pendientes de la paja ajena mientras adornamos con laca, mechas y rulos la viga del ojo propio?

Se nos va la fuerza por la boca. Con cuánta facilidad se nos desparrama por la lengua ese poquito de vida espiritual que, a duras penas, conseguimos almacenar a través de nuestras devociones, prácticas y compromisos espirituales. Cuánto nos cuesta no entrar a secundar, agrandar y complicar aún más ese chisme o cotilleo que nos viene a contar nuestro amigo tan íntimo y querido. Y, poco a poco, sin darnos cuenta, terminamos por echar también en el baúl de nuestra palabrería todo eso que rezamos, confundido y amontonado con la palabrería hueca y superficial en la que andamos ocupados.

La Palabra de Dios nos enseña hoy a centrar la lengua, el corazón y la cabeza: Dichoso el hombre cuyo gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. No me imagino a la Virgen María cotilleando por la mirilla de su puerta lo que hacían o dejaban de hacer unos y otros, o chismorreando acá y allá con las vecinas, mientras iba de camino a la Sinagoga. Tampoco me parece que san José fuera muy dado a cotilleos, dimes y diretes, y no creo que le faltaran ocasiones para demostrar que sabía más y mejor que nadie. Pero, los dos tenían el corazón y la cabeza puestos en ese Dios Niño, que había entrado en sus vidas como el centro de atracción de todo. La imagen del árbol plantado al borde de la acequia, que da frutos abundantes y se mantiene siempre frondoso, ilustra muy bien la savia viva que corría por el corazón de José y María.