Lo de Elías debió ser impresionante. Además de sujetar el cielo y hacer bajar tres veces el fuego, al final de su vida fue arrebatado hacia lo alto entre fuegos y torbellinos, como expresión de su gloria y poder como profeta. Su portentosa leyenda y su grandiosa figura perduraron a lo largo de los siglos en el pueblo de Israel, hasta el punto de que impresionó vivamente a los apóstoles su visión, cuando tuvieron la experiencia del Monte Tabor. Al bajar del monte, iban los pobres tan atolondrados por lo que habían visto que no entendían nada de lo que el Maestro les iba diciendo: “Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Jesús refería a sí mismo estas palabras, pues si grande había sido el profeta Elías, a juzgar por esos signos portentosos y extraordinarios que le rodearon de gloria, más grande había de ser el Mesías, cuya gloria iba a expresarse en el signo aún más grande y extraordinario de su pasión, muerte y resurrección. Los pobres apóstoles, agarrados a su vieja fe judía y atraídos por la gloria y el éxito fulgurante de Elías, creían entender que Jesús hablaba de Juan el Bautista, otro gran profeta que también hizo cosas tan extraordinarias como alimentarse únicamente de miel y saltamontes, o dejar que le cortaran la cabeza por denunciar el adulterio.

Está claro que nos atrae la gloria, porque, al fin y al cabo, hemos sido creados para el cielo, que no es otra cosa sino disfrutar y participar de la gloria de Dios. Y, tratándose de las cosas de Dios, pensamos que cuanto más signos extraordinarios y milagrosos las acompañan, más claramente se manifiesta en ellas la acción divina. El que mueve masas por encanto personal, el que suscita conversiones a lo grande, el que predica hasta hacer llorar a la gente, el que cree porque ha visto que el sol se ha movido en cada avemaría… son como esos nuevos Elías, que vienen anunciando las rebajas de enero porque, según ellos, ahora se lleva un evangelio libre de cruces y de recortes. Y luego está el que exige a Dios que pegue de vez en cuando un puñetazo en la mesa y se luzca haciendo un milagro, para que se enteren todos de que Dios existe; y, si Dios no lo hace –cosa nada rara–, empieza a titubear en su fe, y es entonces cuando necesita agarrarse a esos nuevos Elías, que le proporcionan la seguridad humana y espiritual de sus milagros y portentos extraordinarios.

No digo que todo lo extraordinario sea malo, o que en ello no esté la acción de Dios, no. Digo simplemente que medir o apoyar la propia fe en esos signos prodigiosos y extraordinarios –que no suelen ser lo habitual en Dios–, nos hace superficiales y atolondrados, como aquellos apóstoles que bajaban del monte Tabor sin haber entendido un pimiento. Vivir la propia fe al son de la flauta del primer encantador que viene no se sabe de dónde, alimentarla del deseo de lo grandioso y extraordinario, centrarla en la atracción espiritual que suscita en nosotros el flautista de Hamelin de turno… Todo eso no puede sustituir lo extraordinario de la Eucaristía, de los sacramentos, de la cruz, de la Iglesia, de la pobreza de Dios en el pesebre, de la normalidad espiritual y, en definitiva, del signo más extraordinario, real y cotidiano que es la providencia divina en cada uno de los momentos de nuestro día a día…

Nos atrae la gloria: sobre todo la del mundo, porque es la que conseguimos a corto plazo, a veces incluso a golpe de clic. Pero, también nos atrae esa otra gloria de Dios, aunque esta la consigamos solo al ciento por uno en la otra vida. Lo que ya no nos atrae tanto es el camino para conseguirla. Porque, si Dios realmente nos ha destinado a participar en su gloria, ¿es que no había otro modo de conseguirla sino a través de la Cruz? ¿No podía haber hecho Dios las cosas de otra manera más sencilla, menos dolorosa, más cómoda y, en definitiva, más atractiva al hombre de hoy? Así todos creerían con más facilidad. Además, ¿no es Dios? Entonces ¿por qué permite el sufrimiento si al final lo que quiere es nuestra gloria…? Pues, mientras andemos en estos devaneos no dejaremos de parecernos a esos apóstoles atolondrados, que bajaron del Tabor sin entender ni un pimiento. Que nos atraiga el éxito de los flautistas de Hamelín es natural; pero, que andemos detrás de ellos, encantados por sus melodías y ocurrencias espirituales, como si del mismo Elías se tratase, eso ya es más preocupante.