«nativityDesde ahora me felicitarán todas las generaciones». Sólo esta frase basta para quedarse estupefacto ante la novedad del Evangelio. Una adolescente dice que vencerá al paso del tiempo y toda su ceniza, que las generaciones (no una ni dos, sino todas, y todas son muchas generaciones que, puestos a contar, aún nos quedan las venideras) la llamarán bendita. Su profecía es de largo recorrido. En esas palabras se arroja una onda insensata a la posteridad y, viniendo de alguien tan inadvertido, tan escondido de la curiosidad ajena, pudiera parecer un disparate, pero la profecía se cumple. En el instante en que andas rezando este fragmento del Evangelio, miles de personas creen que aquella adolescente vive, le cuentan sus dolores, le deletrean su vida, le llaman llena de gracia y Madre, guardan una imagen suya muy cerca de sus intimas posesiones, confían en ella quehaceres y propuestas, hay artistas que tallan su imagen en madera y la ponen junto al sagrario, y la efigie de esa madera oye los piropos de muchas familias.

Su caso en nada se parece al de Aquiles, el héroe de la Ilíada de Homero. Tetis, su madre, le cuenta que llegará a ser legendario por sus hazañas en Troya, y recibirá el privilegio de permanecer en la memoria de quienes le conocieren. El legendario Aquiles sigue con nosotros, es cierto, su historia no ha sido vencida por el tiempo. La guerra de Troya se enseña en los colegios, hasta a Brad Pitt le sienta como un guante su encarnación del personaje en la película de Wolfgang Petersen. Pero es la fuerza la que vence en toda leyenda, el carácter del superhéroe tiene vocación de posteridad por ese potencial épico de ir ganando laureles con la suma de victorias, pero ¿es este el caso de la doncella de Nazaret? La Madre de Dios era una flor escondida entre las grietas, nadie podía reparar en ella. Es muy probable que los discípulos, una vez resucitado el Maestro, recurrieran a Ella como fuente de información para los años de la vida oculta, y que María sólo les dijera -pero, ¿qué os voy a contar?, iba a por agua, ayudaba a José con las mesas y traía amigos a casa. María no usa las armas de la oratoria, el empeño por propiciar una candidatura para su reconocimiento, no acapara voluntades para adueñarse del futuro. La doncella de Nazaret en absoluto fue Aquiles. Al pronunciar este discurso sólo le acompañó un tipo de autoridad que no se encuentra en este mundo. Y en este punto, la Madre se adelanta a su Hijo.

Los que escuchaban al Maestro en sus años de vida pública decían, «nadie nos ha hablado así», «habla con autoridad», «no lo hace como los escribas y fariseos». Cada vez que el Señor pronunciaba un discurso, a todos se les ponía el corazón incandescente, como si les desvelara algo propio. Cuando el Señor afilaba su discurso, apuntaba al centro del alma de sus oyentes, porque conocía a cada uno. Es el poder de un Dios que ama y cuida, de ahí que la autoridad del Señor fuera recibida no como una reconvención, sino como una propuesta de  seducción para facilitar el acceso a su Corazón.

María es la llena de gracia, toda ella (de arriba abajo, en anchura y profundidad) es del Señor. La singularísima proximidad con el Altísimo le hacía sostener, en el discurso que meditamos hoy, esa autoridad del corazón, por eso su onda expansiva llega hasta el 2014. No podemos leer estas palabras como un acontecimiento que hace sólo referencia al pasado, al Big Bang de aquella profecía, sino como la urgente necesidad de conocer hoy a la Mujer que más sabe de Dios.