Santos: Vicente, diácono y mártir; Anastasio, monje; Vicente, Oroncio y Víctor, mártires; Gaudencio, Blidrán, Gualterio, Britwaldo, Solemnio, obispos; Antíoco, Blesila y Domingo, confesores; Agatón, Domino, abades; Bresila, viuda; Guillermo José Chaminade, presbítero y fundador.

Se acabó la buena racha. La culpa la tuvieron Maximiano y Diocleciano en el comienzo del siglo IV.

La orden imperial del año 303 mandaba arrasar las iglesias o templos cristianos en todo el imperio y quemar todos los libros referentes a aquella superstición; a los que se habían hecho cristianos y pertenecían a las clases ilustres se les tacharía de infamia y los plebeyos perderían su libertad por el mismo motivo. Seguido vino otro edicto bastante peor: los jefes cristianos irían a la cárcel y serían obligados a sacrificar a los dioses sin reparar en medios para conseguirlo; el criterio lo pondría la voluntad del magistrado que podía incluir la tortura y la muerte. Y lo peor de todo es que no había escapatoria; estaba bien pensado y se ataron todos los extremos: Todos deben estar presentes en el mismo lugar, el mismo día y a la misma hora para ofrecer el sacrificio mandado.

Aquella disposición era severa e injusta, pero muy eficaz para los planes de purga de los cristianos. Maximiano urge a su prefecto Daciano el cumplimiento de la orden en España donde se conocía la existencia de una comunidad floreciente. ¡Y a fe que lo consiguió! Dos años fueron suficientes para que en adelante quedara su nombre como sinónimo de fanatismo y crueldad.

Las Actas que conservan y cuentan el martirio de Vicente son tardías. Concuerdan en lo sustancial con las afirmaciones que canta Aurelio Prudencio y con los panegíricos de san Agustín, pero se nota en ellas la fórmula estereotipada consabida a la que estamos acostumbrados. Cuando se escribieron ya había relato legendario.

¿Vicente? Se le supone hijo de cristianos, de familia acomodada, dispuesto siempre a echar una mano en lo que hace falta, de buenas costumbres y piadoso. Valerio es obispo de Zaragoza, pero es muy anciano y ya casi no puede hablar por sus años, elige a Vicente como colaborador y lo ordenó de diácono, encargándole del ministerio de la palabra. El diácono Vicente debía hacerlo muy bien, porque se hizo popular.

Llegaron las denuncias y los encarcelamientos del obispo y del diácono. Quizá el temor a un tumulto popular hizo que los trasladaran a Valencia para juzgarlos.

El anciano obispo, agotado y torpe de lengua, no logra explicarse a satisfacción y gusto del prefecto; Vicente toma el relevo en nombre de los dos y es terriblemente explícito y tajante: «No creemos en vuestros dioses y no les sacrificaremos. Hay un solo Dios, somos sus siervos y sus testigos». Al obispo lo mandaron al destierro y a Vicente, a los tormentos. Se mostraba obstinado negándose a entregarles los libros sagrados que estaban bajo su custodia, pero la tortura era un medio ordinario para hacer cambiar de opinión a la gente. Potro, garfios, tenazas, fuego se emplearon en el diácono por negarse a sacrificar y a entregar los libros al prefecto. Prepararon unas parrillas que estaban rojas por el fuego y allí pusieron a Vicente que no se movía a pesar del sufrimiento porque la ayuda del cielo venía no a quitárselo, sino a hacerlo llevadero. Los verdugos interpretaron el hecho como obstinación y empecinamiento, y el resultado –con vida– como producto de la magia y encantamiento. ¿Qué iban a hacer con aquel hombre tan estropeado? Lo metieron en una mazmorra que Prudencio describe con detalles como si lo hubiera visto y examinado: al fondo de los calabozos, en una cueva, en el espacio que forman dos vigas cruzadas, donde jamás entró un rayo de sol. ¿Lo vio o lo imaginó?

Hubo un prodigio de luz en la noche silenciosa, una siembra de flores alfombró el pavimento, apareció en un lecho mullido y vinieron ángeles cantores. Así murió.

Y siguen diciendo que el carcelero se convirtió ante el maravilloso portento y que un grupo de cristianos comenzó a rendirle homenaje.

Los artistas medievales fueron pintándole con atributos diversos según la parte legendaria que les llegaba. Algunos lo muestran con un cuervo presente –la razón era porque aseguraban que este animal defendió su cuerpo expuesto de la voracidad de otras aves–; alguien lo pintó con la piedra que le ataron al cuello cuando tiraron el cuerpo muerto de Vicente al mar que al poco tiempo lo devolvió milagrosamente a la orilla.

En el aniversario de su muerte testimonial se hacían panegíricos; san Agustín leía las actas en la iglesia africana; el papa León Magno, en Roma; san Ambrosio, en Milán. El español san Isidoro no se olvidó de elogiarlo en su fiesta, ni san Bernardo.

Tres basílicas hubo en la Roma medieval con su nombre. Y el afán de poseer alguna de sus reliquias era un asunto tan serio que bien podía ser casi motivo de guerra por ser el índice y condición para que un estado fuera tenido en cuenta; las guardan varias ciudades de España, Portugal y Francia a donde dicen que las llevó el rey Childeberto, en el siglo VI, y las repartió entre París, Metz, Chartres y Besançon. Naturalmente, cada una de ellas con curiosas leyendas.

Purgando, purgando, nos queda el lejano hecho de un diácono hispano, cuando se asentaba en la piel de toro la fe, truncado en su servicio cristiano con el martirio. Asienta bien entre los creyentes la necesidad de ser fiel a Jesucristo hasta la muerte, y ante los paganos ratifica con su entrega lo tantas veces enseñado: la vida aquí es paso, lo que cuenta es servir a Dios y por él a los hermanos, ganar la eterna es lo importante, aunque se haya de pasar mal rato.

Vale la pena el panegírico con bombo y platillo, si el pregonero consigue espabilar al oyente hasta el punto de decidirlo a imitar a Vicente con claridad y sin componendas, cuando esa conducta sea postulada por la lealtad a Dios y necesaria para no apearse de la verdad en bien de todos. Eso que siempre escasea tanto.