Con tanto wasap, correo, sms, redes sociales, y todo eso, parece que estamos perdiendo capacidad de escucha. Ya no escuchamos al otro, lo leemos. Las conversaciones virtuales sustituyen a las conversaciones reales, sustituimos la realidad de la comunión por la realidad de las redes sociales, y hasta reducimos la amistad a una imagen de FaceTime que aparece en una pantalla, aunque sea a cámara lenta, dependiendo del wifi. Nos acostumbrados a depender de estos modernos recursos y hasta llenamos nuestras relaciones humanas de contenidos virtuales y esporádicos, que nos hacen creer que vivimos inmersos en una red social cuando, en realidad, estamos solos como una seta.

El Evangelio de hoy, que nos quiere enseñar a orar, comienza con una sencilla recomendación: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso”. Es decir, si para hablar con Dios sobran las palabras inútiles, las verborreas y los emoticonos entonces estamos perdidos, porque no sabemos dirigirnos a Él de otra manera sino recurriendo a nuestras complicaciones orales, mentales y hasta espirituales.

La oración, como el amor, no es cuestión de palabras; pero, es verdad que hemos perdido capacidad de escucha, es decir, de acogida. Porque, en el amor es importante dar, pero aún más importante es recibir. Si no recibo, no puedo dar. La primera lectura explica muy bien este dinamismo del “recibir para dar” cuando explica cómo la tierra es fecunda y germina en frutos solo en la medida en que acoge dentro de sí esa lluvia y nieve que le son dadas de lo alto. Y, solo cuando ha acogido en sí los dones del otro, los entrega de nuevo, es decir, la lluvia y la nieve vuelven allá, a lo alto. Para poder dar, es más, para poder darme, primero tengo que aprender a recibir, recibir cosas y, sobre todo, recibir al otro. Y ¿qué puedo dar a Dios en la oración si primero no aprendo a recibir de Él?

El dinamismo de la oración es también el dinamismo del amor. Si reducimos el amor a mero sentimiento, cuando desaparece el sentimiento creemos que desaparece el amor; de la misma manera, cuando no sentimos nada en la oración, terminamos por creer que no estamos orando y, como nos aburrimos, dejamos de ponernos ante Dios para escucharle y hablar con Él. Si reducimos el amor solo a palabras, también confundiremos la oración con nuestros monólogos y palabras. Si en el amor solo damos cosas, terminaremos conformándonos con una oración llena de cumplimientos superficiales, rezos quizá rutinarios, obligaciones y méritos personales. Si en el amor no entregamos la vida, terminaremos haciendo de la oración algo también teórico, que no nos empuje a entregar la vida a nada ni a nadie. La intimidad con Dios en la oración nos enseña a cuidar la intimidad con el otro en el matrimonio, en la amistad, etc. Díme cómo rezas y te diré cómo amas. O, si prefieres: díme como amas y te diré cómo es tu oración.