imageEsto de que el Señor echara el demonio del cuerpo de un poseído, no era asunto ordinario. Que el Señor perdonara a una mujer pecadora suponía un escándalo mayúsculo para los judíos, una pretensión brutal de autodivinización digna de ganarse las pedradas de la inquina. Pero que el Maestro provocara un episodio visible de milagro, con presencia del Enemigo, era algo que, cuando menos, debía llamar la atención. Sin embargo, en vez de suscitar en los espectadores de primera fila una conversión, les vino la sospecha.

Es maravillosa la escena del Pedro más testarudo que intenta disuadir al Señor para no echar las redes en el lado equivocado de la barca. Cuando se confirma el milagro, el que será primer Papa se postra en tierra y dice «apártate de mí que soy un pobre pecador«, es decir, «la autoridad de tu palabra vale más que todos mis cálculos humanos«.

Sin embargo, en el Evangelio de hoy, los cálculos humanos son los que vencen, «éste no puede echar demonios, es un asunto que se nos va de las manos, aquí debe haber un conciliábulo muy raro, este hombre debe ser otro diablo capaz de echar del mundo a los suyos, autoriza a placer sus entradas y su salidas«. Cuando a la señorita Aubry, joven actriz tocada con gorro rojo, se la entroniza como Diosa Razón en los albores de la Ilustración, no se tuvo en cuenta que la razón tiene razones que la recta razón repudia. No todo uso de la razón conlleva estados de lucidez, ya lo contó Goya en aguafuerte con aquella obra «Los sueños de la razón producen monstruos» . La razón natural del hombre busca reconocer la verdad allá donde ésta habita.

La razón tiene la cualidad de profundizar en sus propios razonamientos hasta llegar a abrir una ventana a la trascendencia. Una razón cerrada en sí misma, ya lo dijo Benedicto XVI en el Bundestag, se priva del aire exterior y muere de asfixia. A la razón de los espectadores que no aceptaron la autoridad del Señor en el momento de la expulsión del demonio, se le ha sellado con fecha de caducidad, se le han puesto límites inadecuados. Cuando el hombre no se abandona a lo que es cierto, ciñe su razón a la estrechez. Sabrá contar dos y dos, pero la razón no le servirá para interrogarse por Dios.