imageEl fariseo levantaba los ojos al cielo y hablaba en voz alta, como un barítono heroico que despliega su monólogo sobre el escenario, desafiando a Dios para que lo mirara con orgullo. He aquí un hijo de Israel que hace los cosas como es debido. No es como esos pecadores reiterativos, como ese que está al fondo, humillado, perdido en su propio desarreglo. Efectivamente, el publicano estaba escondido y huidizo, no levantaba la vista del banco. No andaba incómodo delante de Dios, sino preocupado por la desproporción entre él y su interlocutor.

Hay falsas perfecciones que alimentan el ego muy rápidamente. Ya lo experimentó el escritor Lev Tolstoi, dejándolo escrito en “Confesión”, una de sus piezas imprescindibles. Al inicio de su vida juvenil, pretendía alcanzar la fe cristiana a través de un perfeccionamiento personal, “pero no habría podido decir en qué consistía ese perfeccionamiento ni cuál era su objetivo”. Quería llegar a más, un poco más, como Alejandro Magno en sus conquistas.

El punto de partida –sigue diciendo Tolstoi- fue, por supuesto, el perfeccionamiento moral, pero pronto fue sustituido por el perfeccionamiento general, es decir, el deseo de ser mejor, no a mis propios ojos o a los de Dios, sino a los de otros hombres. Y ese deseo de ser mejor a otros ojos, se convirtió muy pronto en el deseo de ser más fuerte que los otros, es decir, más célebre, más importante, más rico”. No es de extrañar. La mirada del fariseo nace de un tipo enamorado del recorrido de su proceder. El sobre dirigido a los corruptos se queda corto frente a los logros de los que han esculpido su propia personalidad a base de ego.

Me gusta el ejemplo de quien llega a casa de la compra, y como lleva dos bolsas en la mano izquierda y tres en la derecha, está con los dedos enrojecidos por la tensión. Su ánimo lleva visos de andar exhausto, con ganas de arrojar la compra en la mesa de la cocina y descansar. Eso es exactamente la oración. Lo dejas todo, descansas a los pies de Dios y le dices que andas menguado, que careces de lo esencial. Te pones muy publicano, porque nada valioso sale exclusivamente de tus manos. Como dice Calderón, mucho esfuerzo no te valdrá para hacer brotar una flor tibia con tus propias manos.