¡Y encima en nombre de Dios! A Pablo, los judíos comenzaron a hacerle la vida imposible cuando iban viendo que su predicación atraía a más gente de la cuenta. Los judíos apelaban a la Ley para desprestigiar la labor apostólica de Pablo y lograr que fuera expulsado de la ciudad, por miedo a que los adeptos de la sinagoga se apuntaran en masa al equipo contrario. Al cónsul Galión, que le traían al fresco los problemas religiosos de esas turbas ignorantes, le empiezan a crecer los enanos por todas partes y no se le ocurre otra cosa sino decir que se peleen ellos, porque él no quiere problemas, y menos de carácter religioso. Y, para colmo, viendo que el tribunal de Galión escurría el bulto, la toman con el pobre Sóstenes, jefe de la sinagoga, y los judíos le pegan a él la paliza que no le pueden pegar a Pablo. Con semejante lío de fondo, Pablo siguió adelante con su predicación; pero, a juzgar por los hechos, pagó durante sus años de apóstol un precio grande por ver nacer y crecer en la fe a aquella comunidad cristiana de Corinto.

Pablo entendió muy bien qué significa sufrir los trabajos y cruces del Evangelio, para lograr engendrar y dar a luz una comunidad cristiana, al modo como una mujer sufre los dolores de parto para dar a luz a su hijo. El mundo no puede entender la alegría que acompaña a esos dolores y trabajos, porque no entiende qué significa trabajar por Cristo y por el Evangelio. Muchos cristianos lo entienden, porque llevan tan dentro el espíritu y los criterios del mundo que ni saben lo que es trabajar por el Evangelio ni conocen esa otra alegría que acompaña a los dolores de parto y a la generación de la vida divina en los hombres. Pablo supo vivir una «maternidad apostólica», que fue para él un continuo manantial de alegría y plenitud, esa que solo se gusta y experimenta cuando uno descubre y se adentra en el misterio de la Cruz. Es verdad que el mundo ríe, pero no es feliz; y es verdad también que el mundo sufre, pero sufre doblemente, porque lo hace desde la infelicidad y el sinsentido. Lo triste es que muchos cristianos, a los que su fe les dice poco o nada, terminan por sufrir según los criterios del mundo y contentarse con esa alegría superficial y pasajera, que no sabe nada de Dios.

Una mirada superficial de las cosas nos hace creer que el éxito ante los hombres es señal de que el árbol de nuestra fe está dando frutos y de que nuestros trabajos apostólicos son bendecidos por Dios. Hacemos depender nuestra alegría espiritual de los logros humanos, de nuestras eficacias, capacidades y seguridades. Nada más ajeno al misterioso actuar de Dios. Pidamos al Espíritu Santo ese gran don de la verdadera alegría, la que inunda el corazón de Cristo incluso en los momentos duros de Getsemaní y de la Cruz. Que ese Espíritu divino, que conoce la intimidad de Dios, siembre en nosotros un poquito de ese gozo íntimo y divino, que solo se saborea con el paladar de la Cruz. Y entonces sí, entenderemos por qué, en medio del lío impresionante que se montó en Corinto, Pablo no perdió ni la serenidad ni la firmeza necesarias para seguir anunciando la alegría del Evangelio. Se puede ser testigo de esa alegría, aunque te la estén pegando por todas partes: por arriba, por abajo, por la izquierda y por la derecha.