cultivo-de-la-higueraLa higuera o da higos o mosquea, porque el espectador se pregunta, ¿estará seca?, ¿será otro arbusto?, ¿acaso un rosal de incógnito? Del gato es apabullar con esos ojos grandes, de la ardilla estar alerta, de la piedra permanecer sin respirar, muy quieta y feliz al sol. Las cosas dan lo que son, no le pidas a tu perro que te cuente quién fue Goethe, pídele que te de la pata. Dice la Madre Teresa que un día preguntó a un hindú qué le parecían los cristianos, y le respondió «¿los cristianos?, gente que se da».

El Señor, creador de las cosas que tienen naturaleza de darse, se queda estupefacto ante una pieza que no encaja, una higuera poblada de hojas y más mustia que la mojama. En ella no había más que aderezo, un maquillaje sin rostro, hojas, muchas hojas, todas las que quieras, pero nada del fruto de sí. Una higuera que disimula serlo es como un hombre que no quiere saber su naturaleza. No creo a Romain Gary cuando Momo, el chiquillo protagonista de su novela «La vida ante sí», dice que hay gente que no ha nacido para esta vida. La vida es siempre un regalo hecho a la medida del hombre, otra cosa es que se ignore.

El Señor quiebra el curso natural de aquella higuera, para que los discípulos no se malacostumbraran a ver la improductividad como algo natural, como las madres que tapan los ojos de sus hijos cuando aparece ante ellos algo muy desagradable que les produciría una herida en su sensibilidad. El Señor le puso ante sí un ejemplo vívido que conservaran siempre en su retina, «no habéis nacido para guardar la ropa sino para nadar». A la sensibilidad humana del Señor debía disgustarle ver esa alegría boca abajo y negra que es la esterilidad.

Había una secta en la época de Santa Teresa que se denominaban los «dejados», una alienación de estupefactos, gentes arrojadas a la inmovilidad, seguros de que sólo Dios debía aparecérseles para azuzarles mientras ellos permanecían recostados.

Nadie puede enterrar lo que tiene, porque biológicamente llevamos diseño de salida. Hasta la espiración es una entrega, las manos alcanzan cuanto se les acerca. Ese salmo tan impresionante que grita, «llevo tu ley en mis entrañas» dice lo mucho que el hombre lleva dentro, al mismo Dios. Y Dios no vive para guardarse su fruto.