dom-32-c-3Observamos en el Evangelio que el Señor a veces no entra al trapo de una discusión y decide permanecer al margen, o sencillamente encuentra un circunloquio adecuado y evita la respuesta. Lo hace porque sabe que el interlocutor se encuentra a años luz de un diálogo fructífero, y su papel sería el del coleccionista de arte que se pusiera a regalar cuadros de Van der Weyden a chavales sin uso de razón para que jugaran con ellos.

En el Evangelio de hoy, los gerifaltes judíos quieren ponerle a prueba conminándole a que les diga de dónde nace su autoridad. El Señor, que conoce los siete cerrojos de su corazón, les pone en jaque con otra pregunta, para terminar negándoles la respuesta. Estas cosas les pasan siempre a quienes no están dispuestos a oír. Los sumos sacerdotes, escribas y ancianos se mostraban reacios a quebrar un ápice su corazón para dejar que Jesús los hiciera pensar sobre su Persona.

Estos días que andamos finalizando el curso académico, hay sobredosis de graduaciones y los alumnos tienen que aguantar muchos discursos plomizos en los que, seamos sinceros, se les arenga con muchos lugares comunes. Se conserva uno del escritor David Foster Wallace, que pronunciara en la ceremonia de graduación del Kenyon College en el año 2005, que es francamente interesante. A los chavales que tenía en frente les hizo una propuesta clara: que fueran conscientes de que el futuro dependería del uso de su libertad, “es el uso de esa libertad el que otorga una educación real. Aprender cada día a qué tiene y qué no tiene sentido, decidir conscientemente qué es lo que vale la pena venerar”.

Decidir lo que vale la pena venerar es el gran reto de nuestra época. Los judíos de los tiempos de Jesús andaban obsesivamente guardando sus costumbres celosamente, haciendo uso de una fe muy rancia porque, en el caso de haber sido activa, habrían reconocido a Cristo como Mesías. Pero ahí se quedaron, con preguntas bobas y gustándose en su propia retórica. En la actualidad todos nosotros nos hacemos lenguas de vivir en un mundo “desencantado” (sin el encanto de lo sobrenatural), en el que creemos que la presencia de Dios se ha esfumado.

Hay que volver a la pregunta sobre el sentido sagrado de la existencia. En caso contrario, no sabré formular la pregunta adecuada para que el Señor me responda.