Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué la salarán?

 

El Señor nos llama “sal de la tierra” y “luz del mundo” y nos da la sensación de que se ha equivocado de parte a parte. ¿No estará pensando en otras personas más capaces, más santas, más preparadas que nosotros? Porque tenemos muy presentes nuestros defectos y limitaciones y nos parece que ni somos sal ni somos luz. Y es que, en realidad, somos muy poca cosa por nosotros mismos, pero Cristo no nos pide que demos nuestra luz ni nuestra sal, sino “La Luz” y “la Sal” que son el Espíritu que habita en nosotros. Porque somos templos del Espíritu Santo que ha encendido en nosotros como una faro capaz de servir de punto de referencia para muchas personas. Es Él quien, viviendo en nosotros por la oración y los sacramentos, hace de nuestra vida una fuente de sabor y un faro para los demás. No es tanto que nos toque iluminar el mundo cuanto cuidar la luz que hay en nosotros y que es un regalo inmerecido. Eso sí podemos hacerlo a pesar de nuestras limitaciones, precisamente porque la lucha contra la mediocridad y el pecado es ya obra del Espíritu y es testimonio de algo más grande. También nos pide el Señor que no escondamos el don que nos ha hecho como si la fe cristiana fuera algo que hubiera que vivir en al esfera privada de la vida. La fe se trasparente en las obras y en las palabras y no se puede ocultar salvo que estemos dispuestos a fingir y desnaturalizar nuestras acciones privándolas de su sentido más profundo.

Que María nuestra madre nos enseñe a brillar como lumbreras en medio de la oscuridad de este mundo. Amén