Leyendo el evangelio de hoy, no me resisto a llamar poco menos que besugos y paletos a aquellos paisanos de Jesús que, admirados de la enseñanza y los milagros que hacía, desconfiaban de él, solo porque era de su pueblo, hijo del carpintero y miembro de una familia, de esas de las de toda la vida en el pueblo. Es fácil imaginar la retahíla de cotilleos, murmuraciones, corrillos, dimes y diretes que debió despertar aquella visita de Jesús a su tierra natal. Las vecinas, los parientes, los forasteros, todos comentaban por las calles y esquinas el escandalo de aquel paisano, que andaba por ahí predicando y haciendo trucos de magia o brujería. Jesús no les reprocha sus críticas y comentarios; solo se queja de su falta de fe, que fue lo que impidió que pudiera hacer allí todos los milagros que hubiera deseado hacer.

Cuánto tenemos que aprender de aquellos incrédulos y murmuradores paisanos de Jesús. Cuántas veces y cuantas ocasiones habremos dejado pasar, sin que el Señor haya podido hacer sus milagros entre nosotros, solo por nuestra falta de fe. La desconfianza en Dios supone la confianza solo en los medios humanos, aunque estos estén al servicio del Reino. Al final, es desconfianza en la misma Encarnación: ¿cómo es posible que este haga milagros si es del mismo pueblo que nosotros? ¿Cómo va a interesarse Dios por mis problemas, si tiene otras cosas más importantes que hacer? ¿Cómo va a estar Dios cerca de mi vida, si soy un pecador? ¿Cómo va a escuchar Dios mi oración, si por más que rezo no me da lo que le pido? Y, así, suma y sigue.

Sufrimos hoy una tremenda crisis de fe. Entre los mismos católicos, sí, aunque la disfracemos de muchas cosas buenas y muy apostólicas, hechas en nombre de Dios y del bien al prójimo. Una crisis de interioridad, que nos hace leer e interpretar el evangelio con la lupa de criterios muy mundanos. Una crisis de fe, porque los que estamos llamados a ser la reserva espiritual de nuestro mundo de hoy, andamos como agarrados al corcho de nuestras seguridades humanas y al vaivén de las ideologías, la moda, el ambiente, la opinión de los demás, la propia comodidad, etc. Cuántas veces echamos en cara a Dios que no mueve un dedo para arreglar tantos problemas de nuestro mundo, o que pudiendo hacer milagros no quiere hacerlos y no los hace. Siempre la culpa es del otro, y hasta que el otro no se mueva, yo tampoco me muevo. No vemos, o no queremos ver nuestra falta de fe, nuestra falta de confianza en Dios, que es la que bloquea todo el raudal de gracias que El quiere derramar en nosotros. Aquella dureza de los paisanos de Jesús es también la nuestra. Porque tenemos mayor fe en los rumores y cotilleos que nos dice el de al lado, sobre todo en los rumores que circulan en corrillos eclesiales, que en la Palabra de Dios.

No dejemos pasar la jornada de hoy sin renovar nuestra confianza en Dios. Que el Señor, que se hizo uno de nosotros, nuestro paisano en todo lo humano, abrazando nuestra frágil condición, aumente y fortalezca en nosotros la fe en su omnipotencia poderosa. Pidamos hoy de manera especial al Espíritu Santo el don de la fe, para que no seamos un obstáculo a la acción de Dios.