Ahora que las ideologías de moda se las dan de progre solo porque quieren imponer el mito de la mujer autónoma, vaciando de significado la feminidad y negando el don de la maternidad, se hace más que atractiva y actual la figura de esta Mujer (así, con mayúscula), en la que Dios nos revela un nuevo significado de la feminidad y una nueva plenitud para la maternidad. La verdad es que no me imagino a ninguna feminista de aquella época (o de esta), desmelenada ante el pesebre, manifestándose a favor del aborto como derecho de la mujer, o reivindicando para el pobre José el derecho a parir un hijo. No. El Señor hace las cosas con tanta normalidad, tan a lo humano, que ni sus planes ni su modo de actuar entran en los esquemas de nuestra razón, de nuestros planes o de nuestras previsiones. Puestos a inventar lo humano, o puestos a imaginar lo divino, ya se ve que no tenemos ni la más mínima idea.

Con la solemnidad de la Madre de Dios, se cierra esta Octava de Navidad, en la que la Iglesia no ha dejado de contemplar y celebrar embelesada el misterio del Niño de Belén. Da igual el rincón del pesebre en el que nos coloquemos: el misterio es el mismo, aunque lo veamos desde distintas perspectivas. Podemos contemplar al Niño desde la paternidad de José; podemos contemplar al Niño desde la experiencia de los pastores; podemos intentar ponernos junto a aquellos animales, que aceptaron la visita de aquel huésped en su establo; podemos contemplar al Niño desde la adoración de los Magos; podemos también contemplar al Niño desde el corazón de su Madre. Todas las perspectivas nos conducen al mismo Niño de Belén, y desde todas se saborea con acentos nuevos ese misterio de un Dios hecho carne, ante el que la Iglesia queda como embelesada en estos días de Navidad.

Eran tantas las emociones y afectos de esos meses y días, que en el corazón de María no cabía ni una emoción más. Cuántas cosas guardaba y meditaba también José en su corazón. Aquel Niño, que había entrado en el mundo cobijado bajo el corazón de una madre, los tenía a los dos, a José y María, anonadados y embelesados. Aquel Dios, que quiso encerrarse en el misterio de la maternidad de una mujer, comenzaba ya así a revelarnos lo más íntimo de su ser. ¿Cómo no ver en la paternidad de José, en la maternidad de María, un reflejo de esa fecundidad trinitaria que hace de los Tres, del Padre, del Hijo y del Espíritu, un misterio de comunión y de mutua donación? Ser madre es acoger la vida y el amor, como hace el Espíritu Santo en la Trinidad. Pero, no es propio de la madre recibir para adueñarse sino para dar, como hace también el Espíritu Santo fuera de la Trnidad: recibe la vida y el amor del Padre y del Hijo para entregarlos a todos los hombres a través de la Iglesia. Por eso, en la maternidad virginal de María la Iglesia se entiende a sí misma, y también en Ella la mujer encuentra una fuente inagotable de significado, que explica la riqueza de su feminidad y su vocación de mujer: ser madre. Este misterio de maternidad es lo que deslumbró a aquellos rudos pastores, que fueron corriendo hasta Belén, y lo que había cautivado el corazón contemplativo de José durante los meses previos al nacimiento del Hijo. Pidamosle a él, a José, que nos enseñe a contemplar la maternidad de María con ese mismo corazón emocionado con el que supo recibir de las manos de su Esposa  el cuerpo de Dios Niño.