En estos días los titulares aparecen salpicados de historias entrañables y emocionantes sobre familiares, amigos y seres queridos, que vuelven a casa por Navidad. El momento del reencuentro es, ciertamente, conmovedor y emotivo y, cuando uno se mete en la escena, termina, sin poder evitarlo, con la lagrimilla furtiva por la cara. El evangelio de hoy nos habla también de un reencuentro, mucho más apasionante si cabe, entre Cristo y los suyos, sus íntimos, sus seres más queridos, que somos todos los hombres. Pero, no sé hasta qué punto ese encuentro suscita no ya una lagrimilla furtiva por la cara, sino emoción alguna. Quizá con tantos líos navideños como nos organizamos, terminamos relegando a un segundo plano el profundo significado religioso y sagrado que dan sentido a estos días. Y no hablo ya de “los hombres” en general, así, sin especificar; me refiero a los creyentes, a los católicos, a aquellos a los que todavía les dice algo eso de poner el belén en casa, asistir a la Misa del gallo o esperar a que vengan los Reyes Magos.

Es duro volver a casa, venir desde lejos a encontrarte con los tuyos, y que los tuyos no te esperen y no te reciban. Que venga Cristo a los suyos, y que los suyos estén de compras, de comidas familliares, de juerga champanera, de cotillón, etc., porque es Navidad, resulta, cuanto menos, grotesco. Y no es que esté en contra de todo eso, que no lo estoy. Estoy a favor de que el misterio que se celebra en estos días no se nos traspapele en la superficialidad de tantas cosas secundarias, o en el sentimentalismo melancólico de un falso espíritu navideño. Si estos días no propician en nosotros un encuentro más profundo con Dios y con la realidad de su misericordia, si no suscitan en nosotros un deseo de mayor conversión, un cambio de vida en lo cotidiano de cada día, terminaremos, vulgarmente, con los mismos propósitos con los que mucha gente acaba estos días: encontrar por internet una dieta detox, ahorrar con la compra en las rebajas, apuntarme de una vez al gimnasio y procurar volver al trabajo con la mejor cara posible.

Cristo viene a los suyos como luz. Quiere entrar en tu vida como sobreabundancia de luz. Pero, el problema no es que esa luz sea demasiado grande para soportarla con nuestros ojos. No. Se hace tan humana que la vemos hecha carne de niño en Belén. No. El problema no es la luz. El problema es que tú y yo nos acostumbramos con tanta facilidad a vivir en la oscuridad que, fuera de ella, no sabemos ver, o no queremos ver. Preferimos seguir en la oscuridad, creyendo que en ella nos está iluminando Dios, porque, al final, nos resulta más cómodo y adaptado a nosotros. Y ojo, porque nos instalamos en la oscuridad no solo por la tibieza y el pecado, sino también por la superficialidad con la que terminamos viviendo nuestra fe, reducida al cumplimiento, a la rutina, a la costumbre, a un protocolo social, o a una simple excepción.

En la noche de Belén, la luz del pesebre rompió la oscuridad para siempre. Hubo muchos que pudieron acercarse a esta luz, pero solo llegaron al portal y se encontraron con el Niño algunos pastores, los Magos de Oriente, y poco más. ¿Dónde estaba el resto de la humanidad? En aquella época no lo sé; en la nuestra, sí que sé que son muchos los que pudiendo acercarse a la luz, no lo hacen, porque no quieren, porque no saben, porque no les apetece ni conviene, etc., o simplemente porque tienen mucho que preparar y comprar, para que estas fiestas sean realmente especiales. Oye, que al menos tú y yo estemos donde hay que estar: en la puerta del portal de Belén, junto a ese pesebre tan adusto, acompañando a María y a José, y dejándonos querer por este Niño que viene a nosotros como luz.