Ayer Saulo de Tarso descubrió una vocación nueva, un camino nuevo que le señaló Jesucristo: ir al mundo entero a predicar el Evangelio, o, como dice el salmo, contar las maravillas del Señor a todas las naciones. Para ello se dedica a consolidar la Iglesia naciente, organizando las comunidades cristianas de medio Mediterráneo. Su labor la conocemos de su puño y letra, y de modo entrañable, por las cartas pastorales que escribe a dos obispos íntimos colaboradores suyos: Timoteo y Tito.

Aquellos primeros momentos de la Iglesia requerían un soplo especial del Espíritu Santo, un esfuerzo por definir el camino del cristianismo respecto al mundo judío y pagano, una acertada consolidación de la estructura eclesial que le permitiera cumplir bien su misión.

La Iglesia es ante todo la familia de Dios. Así lo explica Cristo en el Evangelio: “quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Timoteo y Tito reciben numerosos consejos para que ese ambiente familiar nunca se pierda, y de ese modo, la Iglesia permanezca fiel a la voluntad de Dios.

Nos detenemos en un detalle de la primera lectura que permite asomarnos al amor paterno y fraternal que inspira San Pablo: “te tengo siempre presente en mis oraciones noche y día”. Algo que sin duda confortó a Timoteo cuando lo leyó, del mismo modo que nos conforta saber que hay gente rezando por nosotros.

En la Iglesia, Cristo nos ha dado una familia, numerosos hermanos. Una manifestación bella de esa fraternidad es la oración de unos por otros: nunca estamos solos. Esa oración es una fuente de gracia incesante para que cada día luchemos por merecernos ser familia de Dios. No son pocos los obstáculos, las fragilidades, los descaminos y desgraciadamente los escándalos. Ha sido siempre así, como vemos en las cartas a Timoteo y Tito. En lenguaje coloquial, podríamos decir que siempre hay fuegos que apagar, y San Pablo dedica muchas páginas a hacerlo.

Pero la victoria es de Cristo: la gracia puede más que el pecado, la comunión hace más que la soledad, la oración puede mucho más que la sola voluntad. Recemos, como San Pablo, por nuestra Iglesia: por el Papa, los obispos, los sacerdotes y diáconos, los consagrados, los laicos. Pero con la intención de Cristo de unir a todos los hombres a Sí mismo, también rezamos por toda la humanidad.