Dios hace hoy en la primera lectura una de las promesas más bellas del Antiguo Testamento. El mensajero es el profeta Natán y el destinatario la estipe de David. El compromiso queda sellado por las palabras del salmo 88. En este sentido, podemos afirmar que nunca la intención de construir un templo donde el Señor pudiera morar y recibir el culto del pueblo tuvo una repercusión tan grande en la historia de la humanidad.

No obstante, el templo de Jerusalén que construirá Salomón, está levantado por mano de hombres y con materiales caducos. Puede ser destruido, como sucedió varias veces en la historia del pueblo de Israel. Se trata por lo tanto de una morada frágil, poco apropiada para quien es eterno e inmenso. Por eso Dios hace una promesa: “el Señor te anuncia que te va a edificar una casa”. El constructor no es el hombre, sino Dios. Y por lo tanto, esa construcción cuenta con cualidades divinas, más apropiadas para ser una verdadera morada divina: será indestructible, eterna, inmensa.

Por otro lado, la promesa de Dios alude al descendiente de David como hijo de Dios: “él será para mí un hijo”. También establece su dinastía perpetuamente. Estos conceptos nos resultan familiares, porque ambas cosas están presentes en el anuncio de Gabriel a la Virgen María: “se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre […] y su reino no tendrá fin (Lc 1,32-33).

En el momento de la Encarnación, se cumplen las promesas davídicas. Se realiza la construcción de un nuevo templo, el templo de Dios por antonomasia: la humanidad de Cristo, que es templo del Espíritu Santo. Se realiza de este modo la unión de dos elementos que aparecen en la promesa davídica: por un lado, un templo donde mora Dios y se le puede adorar; por otro, la filiación divina, donde Dios se manifiesta definitivamente como Padre del Hijo eterno.

En Jesucristo la promesa hecha a David se queda infinitamente corta: no sólo hace hijo a un rey y su descendencia, sino que Él, Rey del Universo, nos hace de su descendencia mediante la filiación adoptiva. Dios Padre nos adopta como hijos: somos hijos en el Hijo. Dejamos de tratar a Dios como Creador o como Juez para comenzar una nueva relación familiar con Él como Padre.