El Evangelio de hoy es la segunda parte del que se leyó el domingo pasado: la escena en que Jesús acude a Nararet, «donde se había criado», y lee en su sinagoga las palabras del profeta Isaías 61,1: «El Espíritu de Dios está sobre mí…».

A mitad de la escena aparece en labios de Jesús un aforismo lleno de sabiduría que probablemente hemos pronunciado más de una vez en circunstancias adversas: «nadie es profeta en su tierra». Manifiesta una derrota, un rechazo frente a un bien cierto que queremos ofrecer. Y esto, viniendo de Cristo, produce cierta tristeza.

En Nazaret transcurrió la mayor parte de su vida oculta, con María y José, sus padres. Allí aprendió en la escuela, jugaba con el resto de niños, acudía a la sinagoga, hizo amigos… Aprendió el trabajo de su padre y como artesano entraba en casa de todos para arreglar el mobiliario y lo que hiciera falta. No es muy difícil imaginar el aprecio que le tenían, pues su personalidad llamaría poderosamente la atención por la grandeza que desprendía. Muchos le admirarían.

A la vuelta de algunos años, esa grandeza que se intuía se ha desvelado en la sinagoga. En un primer momento “todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca”. Pero la alegría duró poco, y se escabulló el Señor por evitar el barranco. Menos mal.

El testimonio que Dios nos pide dar en algunos momentos puede ser arriesgado. Cristo lo pasó mal en Nazaret, y sus días en la tierra concluyeron por dar testimonio de su Padre, Dios, y declarase el Mesías; a Jeremías, a quien Dios elige como profeta en la primera lectura, le van a llover calamidades; San Pablo pierde la cuenta de las veces que han querido quitarle de en medio.

Resulta paradójico contemplar cómo los hombres anhelan un vida maravillosa, plena, y en cambio cuando se la ofreces y la tienen delante, ponen mil excusas o bien manifiestan beligerancia abierta. Menos mal que siempre hay tierra fértil donde el ofrecimiento divino da su fruto. El llamamiento que hace Dios requiere ciertos abandonos, y no todos están dispuestos, o al menos ponen condiciones.

Seguir a Cristo, en realidad, tiene más ganancias que pérdidas: ganamos a Dios mismo como Padre, a Cristo como hermano, al Espíritu como huésped del alma, y una herencia de eternidad y plenitud perpetuas.

El Señor nos prepara para lo mejor: la vocación cristiana es vocación de excelencia. San Pablo lo afirma claramente en el himno de la caridad que leemos en la segunda lectura. Acude a términos absolutos: “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. La caridad constituye la virtud teologal más relevante porque nos hace semejantes a Dios. San Juan afirma que Dios es amor (1Jn 4,16).

Quizá sea necesario aclarar que la caridad a la que se refiere San Pablo no es la beneficencia, como muchos hoy tienden a interpretar (antiguamente se hablaba de “hacer la caridad”). Se refiere más bien a cómo Cristo ama y cómo, por la vocación cristiana, estamos llamados a amar según la medida del amor de Cristo, imitando sus mismos sentimientos. Esto sería imposible sólo con nuestras fuerzas. Por eso, el mismo Cristo nos ha dado su Espíritu, el Espíritu Santo, que es el mismo amor de Dios: «el Espíritu de Dios está sobre mí». El Paráclito se derrama en nuestros corazones y va transformando nuestra vida a imagen de Cristo. Ese amor será ininterrumpido en la eternidad: desaparece la fe, porque “veremos cara a cara”; desaparece la esperanza, porque lo tendremos y poseeremos todo; permanece la comunión con Dios según el mismo Espíritu Santo que recibimos en el don de la gracia.