Deuteronomio 26, 4-10

Sal 90, 1-2. 10-11. 12-13. 14-15

Romanos 10, 8-13

según san Lucas 4, 1-13

“Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia”. Por mucho que digan algunos, la Cuaresma no es un tiempo ni triste, ni oscuro. Estos cuarenta días, que tienen su cumplimiento en la intensidad litúrgica de la Semana Santa, son la culminación gozosa de la esperanza cristiana. De hecho, el misterio de la Encarnación que tan dichosamente vivimos en la Navidad, supone la continuación de esa expectación serena a la que nos invitaba el Adviento. Ahora, en la Cuaresma, lo divinamente carnal que Dios introdujo en el mundo, se nos hace tan patente y tan cercano a nuestro propio sufrimiento, que deja de ser tal padecimiento, para convertirse en auténtica liberación. Ése es el mensaje de Moisés que anuncia al pueblo de Israel, en el libro del Deuteronomio y que, después de transcurridos tantos siglos, los cristianos hemos recogido como testigo a través de los “signos y portentos” que Jesús, el Hijo de Dios, nos reveló.

Durante estas semanas escucharemos lamentos, quejas, suspiros y tribulaciones. Pero este lenguaje, que puede ser derrotista a los ojos del mundo, supone para el cristiano la memoria de algo que no solamente pasó, sino que, desde nuestra filiación divina, adquiere un tono muy distinto. El propio apóstol San Pablo nos lo recuerda en la carta que dirige a los romanos: “Porque, si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás”. No se trata de algo que haya que venir, sino que se encuentra aquí, en este preciso momento en el que yo escribo estas líneas, o tú las lees. “Nadie que cree en Él quedará defraudado”, nos dice el apóstol de los gentiles aludiendo a la Sagrada Escritura; y esta confianza no es poner nuestros deseos e ilusiones en un ciego destino, sino que, abiertos los ojos al corazón de Cristo, reconocemos en cada una de sus palabras lo que siempre hemos ambicionado: sabernos queridos, comprendidos… y por siempre salvados… ¡para siempre!

¡Sí!, es cierto, vendrán momentos en que la tentación será más fuerte que otras veces. Pero, ni siquiera Cristo quiso evadirse de ella. Padeció en su propia carne, y en su espíritu, lo que significa la promesa de la adulación del mundo, la incitación a la soberbia de la mentira, y la instigación a sustituir a Dios por dioses de barro y frustración. Pero, ¡fíjate!, Él ha pasado por ello antes que tú y que yo; es más, nos ha dicho la manera de vencer lo que otros sólo asumen como derrota y fracaso.

Jesús nunca dialoga con el mal. Sabe que existe, que aparece en ocasiones con forma de luz e, incluso, “razonablemente juicioso”: “¿No ves que todo el mundo lo hace?”; ¿no entiendes que son cosas que pertenecen al pasado?; “¿no percibes el mal que hay en el mundo y lo poco que hace Dios por evitarlo”; “todos esperan a que des el paso para triunfar y que vean lo que vales”… Curiosamente, todas estas insinuaciones hacen referencia a lo cualitativo y accidental. Dios, en cambio, “ve” las cosas de otra manera. Él penetra el mundo desde la eternidad, y nos presenta a su Hijo, no como una solución a nuestros problemas, sino para que éstos dejen de ser tales en su raíz, que no es otra cosa sino el pecado.

¡Mira!, el mundo pasará, los terremotos terminarán, el hambre cesará, las ideologías acabarán… sólo Dios continuará en nuestra existencia. ¿Que todo esto es una excusa para evadirme del sufrimiento de otros, y sólo pensar en mi egoísta salvación…? Perdóname, pero si lo ves de esta manera, aún no has entendido el motivo por el que Jesús se dejó coser en una cruz. Y recuerda: lo esencial viene de arriba para iluminar lo de abajo y enaltecerlo; lo accidental, en cambio, morirá (“no sólo de pan vive el hombre”). Lo que ve Dios, por tanto, es posible verlo con nuestros propios ojos… tan solo es necesario decir, una vez más: “Dios mío, confío en ti”.