«Ochenta y seis años hace que le sirvo  y ningún daño he recibido de Él. ¿Cómo podría maldecir a mi Rey, que me ha salvado?«.

De este modo San Policarpo se defendía ante el procónsul que le incitaba a maldecir a Jesucristo para salvar su vida del martirio. ¿Cómo podía hablar con esa valentía, afirmando a Cristo como Rey, negando al emperador su estatus de regente absoluto? ¿Qué quería decir al afirmar que Jesucristo le había salvado?

Nosotros también podemos responder a estas preguntas desde nuestra propia experiencia. Aunque entre nosotros y San Policarpo existe un largo  puente de casi una veintena de siglos, sin embargo, la misma experiencia del encuentro personal con el amor y la salvación de Jesús permanece en el tiempo. Esto es fantástico. Pero su experiencia nos interesa doblemente porque es un Padre Apostólico, es decir, estamos ante un discípulo directo de los apóstoles, y en concreto, del mismísimo San Juan.

«Oid la voz del Señor…»- dice Isaías al pueblo de Israel. ¡Qué pretensión! ¡La voz de Dios en la voz de un hombre! Pero así lo ha querido Dios desde los comienzos de su revelación. Dios ha hablado  de muchos modos, pero sobre todo, a través de profetas y personas elegidas que la transmitieron.  Así también, la voz de Cristo se ha ido escuchando de un modo fidedigno en la voz de los apóstoles, luego en sus sucesores y así hasta nuestros días. De este modo ocurre el fenómeno maravilloso que antes señalábamos: nuestro sentido de la fe es el mismo que el de los apóstoles. Y eso es gracias a que podemos seguir escuchando la voz del Señor en los sucesores de los apóstoles .  ¡Este es el milagro de lo que llamamos «la Tradición»! Pero lleva consigo una gran responsabilidad. Asi lo pide hoy el evangelio: poner en consonancia nuestras palabras, nuestro testimonio, con lo concreto de nuestra vida. Porque no sólo hemos recibido la herencia de poder encontrarnos personalmente con Cristo, ¡sino que debemos transmitir su Presencia entre nosotros! Con sus mismos gestos, con sus mismas palabras, con su mismo amor y misericordia…

Desearíamos tener la grabación de video o de audio de nuestro Señor. Pero aunque entonces no había esos medios, sí conservamos un tesoro que podía haberse perdido: la voz y los actos de Cristo, grabados en la memoria de los apóstoles, primeros discípulos y sus sucesores. Memoria viva que se ha transmitido con fidelidad de generación en generación. Por eso hoy somos capaces de repetir la misma experiencia de salvación de aquellos. ¡ Qué grandioso! Y podemos verificarlo escuchando luego el testimonio de aquellos, nuestros primeros padres. Así, Ireneo de Lyon, discípulo de Policarpo, seguirá esa cadena de transmisión de vida, y escribirá para nosotros:

«Recuerdo perfectamente los discursos que Policarpo hacía al pueblo, cómo describía sus relaciones con Juan y con los demás que habían visto al Señor (…); y qué es lo que había escuchado de ellos acerca del Señor, de sus milagros y enseñanzas; y cómo Policarpo después de haberlo recibido de esos testigos oculares de la vida del Verbo, todo lo relataba en consonancia de las Escrituras y con su vida».