«Cuantas veces siendo niño te recé, con mis
besos te decía que te amaba, poco a poco
con el tiempo olvidándome de Ti, por
caminos que se alejan me perdí,
por caminos que se alejan me perdí.

HOY HE VUELTO MADRE A RECORDAR
CUANTAS COSAS DIJE ANTE TU ALTAR
Y AL REZARTE PUEDO COMPRENDER, QUE
UNA MADRE NO SE CANSA DE ESPERAR.»

Esta conocida canción del gran músico Cesáreo Gabaráin, nació de una experiencia personal. Un día le invitaron a comer en casa de una familia agradecida por su labor pastoral. Cuando llegó para compartir la mesa  se percató de que había una silla vacía y cubiertos para un comensal más. Comenzando la fraternal comida y extrañado por la ausencia de dicha persona, se atrevió a lanzar la pregunta de si esperaban alguien más para comer. La madre, una mujer curtida por los dolores de la vida, se adelantó a responder explicando al sacerdote que aquella silla vacía era para un hijo que hacía bastante tiempo se había marchado de casa y esperando a que volviera a la hora de la comida, nunca regresó. Pero aquella mujer no perdía la esperanza de que un día su hijo apareciera a esa misma hora, para compartir la mesa, como si nunca si hubiera ido. Y por eso, todos los días, seguía manteniendo la silla preparada y los cubiertos puestos. Porque el amor de una madre no se cansa de esperar.

Jesús frente a la acusación de los fariseos de hacer algo indebido compartiendo mesa con pecadores e indeseables, hace el mejor de los alegatos que jamás se han proclamado: la parábola del hijo pródigo o del «Padre lleno de misericordia». Ese es nuestro Dios. No conozco a otro Dios fuera de Él. No hay mejor radiografía de las entrañas de Dios-Amor que este tremendo relato. En la vida entregada por Jesús, la ira de Dios iba a ser olvidada para siempre. Si la ira de Dios era el dolor y la indignación ante la infidelidad perseverante de su pueblo elegido, en Cristo se ha revelado que pesa más el horror de perder a sus hijos. Así ya lo cantaba el salmo 115: «mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles». Aunque el dolor del abandono del hogar por parte del hijo menor hiere profundamente el amor del Padre, es infinitamente más liviano que la inmensa alegría de volverlo a ver, de tenerle en casa, de evitar la muerte y llegar a la vida.

Dios nunca ha tirado la toalla por nosotros. Acompaña de cerca nuestras torpezas, vive en sí nuestras amarguras, y las angustias de tantos momentos de esclavitud. Siente cómo nos debatimos en la lucha de la vida, pero nunca nos da por derrotados. Espera hasta el final, nunca tirará la toalla. «Vuelve», repite continuamente si nos alejamos del amor. «No veo tu fango, te veo a tí», susurra cuando somos incapaces de mirarnos al espejo. Como decía el Papa Francisco, «te cansas tú, pero Él no se cansa de perdonarte». Como canta el salmo 135:  «porque es eterna su misericordia, porque es infinito su amor».

Hermano y hermana que caminamos juntos en esta historia. Es la hora, sí, es la hora de dejarte abrazar por el Padre. Es la hora de abrazar al hermano como el Padre nos ha enseñado. Es la hora en que sólo triunfará la justicia y la verdad en este mundo, cuando a nuestra escala, triunfe esta paciencia, este desinterés, esta gratuidad,… sin reproches, sin aquello de «te lo dije»… Es la hora de pedirle al Espíritu que limpie el lodo de los resentimientos y de los pequeños odios. ¿Cómo no voy a dar yo una segunda oportunidad al hermano, cuando Él me la ofrece a mí continuamente? Por tí Señor, por ese amor de misericordia que tienes conmigo. Y aunque aquello que se rompió parezca no  poder jamás recomponerse, al menos pide que tu corazón permanezca en el de Cristo Crucificado, que como él, no te canses de esperarlo.